El Género
del Coraje "Crónicas sobre mujeres policías, víctimas del conflicto armado
interno en Colombia" es un excelente libro que publicó la Unidad para la
Edificación de la Paz (UNIPEP) de la Policía Nacional de Colombia, con la
participación de la casa editorial del diario "El Espectador", del
cual reproduciré en este blog sus cinco historias, así como también la de varios
artículos de prestigiosos diarios nacionales donde se narran los hechos victimizantes
realizados sobre mujeres policías.
La memoria
sale al encuentro con la verdad y sana el corazón de quienes la exaltan. Es el
refugio contra el olvido colectivo que pasa de largo.
Ni la guerra
o la paz pueden borrar sus pasos. Sin límites ni dueños, es una libertad que
honra a la sociedad, y mucho más si son mujeres las que tocan a sus puertas.
Algunas sobrevivientes, otras víctimas, todas iguales ante la ausencia y la
tribulación, la dignidad o el recuerdo. En sus familias y amigos nunca se va a
extinguir la luz de su ser, y el de ahora es un tiempo abonado para evocar sus
momentos y contar sus historias.
Este
compendio narrará las historias de esas colombianas que eligieron ser policías
en un país martirizado por la violencia. Su deber era proteger y lo asumieron
más allá de sí mismas.
Son los
testimonios del género del coraje que prueban cómo las mujeres policías de
Colombia también aportan un capítulo de sacrificio en la recapitulación de la
guerra. Son muchos más los gestos de entrega y arrojo de patrulleras,
suboficiales u oficiales, y su derecho a ser recordadas es el mismo que tienen
casi medio millón de mujeres civiles asesinadas, 7.816 secuestradas, 69.786
desaparecidas o 14.473 víctimas de violencia sexual, según registros oficiales
de la Unidad para la Atención
y Reparación Integral de las Víctimas (UARIV).
Un
enfrentamiento de más de cinco décadas que parece encontrar el rumbo para pasar
la página y que, en esa misma perspectiva, obliga a que imperativos como el
deber de recordar, el derecho a saber o la salvaguarda de la memoria para
tiempos de posconflicto y justicia de paz, también alcancen para recobrar la
vida y obra de aquellas mujeres policías con relatos de resistencia al delito
que deben conservarse en los anales de la historia. En muchos archivos hay
nombres y hechos que esperan a exploradores de rastros o a hacedores de libros
y documentales.
Las crónicas
de este texto constituyen un buen aporte, aunque apenas representan el comienzo
de una tarea institucional tan incesante como ineludible. Hacen parte de la
inaplazable misión colectiva de la sociedad colombiana por la verdad y la
memoria.
Algunas de
estas historias fueron escritas por cinco periodistas comprometidos en la misma
causa. Diana Socha Hernández, Andrea Rojas Vega, Álvaro Velandia Ortiz, Irma
Yenny Rojas Jovel y Paola Guevara, quienes tuvieron el duro pero honroso oficio
de constatar cómo han sufrido la violencia las policías colombianas.
Por eso su
esfuerzo es para ellas y, por extensión, para las más 16.000 mujeres que hoy
visten el uniforme verde aceituna. Lo mismo que para todas las que lo han
portado desde que 68 damas provenientes de los diferentes departamentos del
país y de la ciudad de Bogotá, lo hicieron como tenientes honorarias, en
calidad de pioneras, a partir de noviembre de 1953, Grupo que fue encabezado
por María Eugenia Rojas Correa quien fuera la hija del presidente para esa
época Teniente General Gustavo Rojas Pinilla.
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Teniente Primero Honoraria María Eugenia Rojas Correa, acompañada de su padre el señor Presidente de la República Teniente General Gustavo Rojas Pinilla. |
En enero de
1977, Un nuevo evento permitió que vislumbrara en la Policía Nacional nuevos
horizontes con la incorporación de la mujer en sus filas. “Mujeres que por su
porte e hidalguía humanizan la labor de la Policía, que sin dejar de cumplir
con sus deberes de madres y esposas, están comprometidas con la ciudadanía”.
Este gran
suceso se dio siendo Director General de la Policía Nacional, el señor
Brigadier General Luis Humberto Valderrama Núñez, se da inicio en la Escuela de
Cadetes de Policía “General Santander” al primer curso femenino de “Oficiales
de los Servicios” con la participación de 12 profesionales egresadas de
diferentes universidades del país, le correspondió la selección de este primer
grupo de aspirantes a oficiales femeninos al señor Coronel Víctor Alberto
Delgado Mallarino, Director de la Escuela de Cadetes de Policía “General
Santander”.
Invitaba la
publicidad así: “Mujer profesional, hágase oficial de la Policía Nacional, una
carrera nueva y diferente” y ofrecía concursar a psicólogos, abogados,
psicopedagogos, ingenieros industriales, comunicadores sociales y sociólogos.
No fue
fácil para la Escuela la selección, ya que lo novedoso hizo que acudieran
cientos de aspirantes que deseaban integrarse a la Institución.
Así, el 7 de
abril de 1977, la Escuela de Cadetes de Policía “General Santander” recibió en
sus aulas un curso de oficiales de los servicios conformado por 21
profesionales, 12 de ellos mujeres; la Institución dio un gran paso
al incorporarlas a la vida policial, reconoció como otras instituciones
internacionales el papel que ellas podría desempeñar dentro de la organización,
aceptó que las facultades físicas y psíquicas de la mujer le
permitían tareas que en nuestro país estaban asignadas exclusivamente para los
hombres.
La
experiencia fue fascinante para quienes tuvieron la oportunidad de ingresar a
la Institución para esa época, por primera vez aparecían uniformadas entre
cientos de hombres desde cadetes hasta mayores, 12 mujeres que llamaban la
atención y sin duda alguna alegraban ese claustro.
El 15 de
abril de mismo año la escuela en una graduación de gala, entregó las primeras
12 mujeres a la oficialidad de Colombia, las cuales al culminar el curso
ostentan el grado de tenientes y subtenientes de los servicios y desde ese
entonces son muchas las profesionales que han asesorado a los mandos en cada
una de sus disciplinas y especialidades, constituyéndose en un gran aporte para
la Institución.
FALDAS EN LA
POLICÍA
“Faldas en
la Policía”, rezaban los titulares de los periódicos del momento al dar cuenta
del recibo de grado de Teniente y Subtenientes de la Policía Nacional, por
parte de doce damas profesionales colombianas en la Plaza de Armas
de la Escuela “General Santander”.
En tal forma,
la institución incorporó al servicio activo un grupo femenino que de inmediato
entró a actuar en un campo que hasta el momento había sido ocupado
exclusivamente por hombres.
Ahora ellas,
igual que lo han venido haciendo en otros países europeos y americanos durante
los últimos años, comenzarán a trabajar hombro a hombro con el sexo masculino
en actividades que, como ninguna otra, beneficia a la ciudadanía en uno de sus
aspectos más importantes: La seguridad.
En 15 de
abril de 1977 recibieron el sable, signo de mando, las siguientes damas, todas
profesionales en diferentes disciplinas:
Nelly
Beltrán de Porras, Laura M. Cajiao Porras, Marcela Currea Galvis, María
Magdalena Forero Rincón, Gloria Isabel Lamo Jiménez, Cecilia Navarro
Reyes, María Victoria Ordóñez Quintana, Ana Consuelo Rodríguez Álvarez, Martha
Wisner de Ramírez, Gladys Castañeda de Beltrán con el grado de Tenientes, y
como Subtenientes Sonia Luz Gil Echeverry y Olga Patricia Hernández Suárez.
De las doce
oficiales graduadas, cuatro eran casadas y ocho solteras.
En un curso
que duró tres (3) meses, fueron orientadas y capacitadas todas las integrantes
de este simpático pero distinguido contingente, cuyo eficaz desempeño fue
valorado por la Institución. Después de meses de entrenamiento teórico y
práctico, las doce oficiales estaban capacitadas para trabajar en
sus distintas especialidades profesionales, asesorando y colaborando
con distintos organismos de la Policía Nacional, ya como Abogadas del personal,
Psicólogas, Sociólogas, Comunicadoras Sociales, etc.
Esta
experiencia demostrativa de la capacidad de la mujer en el campo policial, fue
muy recibida por sus compañeros de uniforme, pues ellas no llegaron a invadir
terrenos, sino a prestar valiosos servicios en la formación de
Oficiales, Suboficiales y Agentes, orientación a los principiantes y ayudando a
la niñez. Es decir un radio de actividad donde es decisivo el aporte
femenino.
Es
importante destacar que la vinculación de las primeras 12 mujeres oficiales
profesionales, abrió nuevos horizontes para la organización de la Policía
Femenina, y en el año de 1978 incorporó la primera compañía de bachilleres
femeninos, aspirantes a agentes profesionales, correspondió su formación a la
Escuela Gonzalo Jiménez de Quesada, 6 meses después la sociedad recibía 200
damas, agentes profesionales, con la función de tomar como escudo la protección
del menor, de la niñez desamparada y del joven, no solo por su preparación sino
por su condición de mujer.
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Mujeres Policías en la Escuela Gonzalo Jiménez de Quesada |
La presencia y actividad
de las agentes indujo a la Institución a la necesidad de formar mandos
femeninos y fue así como en el año de 1979 se formaron las primeras
suboficiales de vigilancia, encargadas de dirigir la Policía Femenina.
En el año de 1978, el
Estado Mayor de Planeación de la Policía Nacional emitió la disposición No.020
B, que autorizaba la incorporación de
Policías Femeninas, tanto para
suboficiales como para agentes profesionales por incorporación directa.
La duración del curso
para suboficiales de incorporación directa era de 10 meses y para agentes
profesionales de 6 meses.
De igual forma
estableció que la Policía Femenina se capacitará en la Escuela de Suboficiales
“Gonzalo Jiménez de Quesada”; e iniciará clases
a partir del 1 de noviembre de
1978 para 30 suboficiales femeninas y el 1 de febrero, para 100 agentes, lo que
indica que a finales de julio de 1979 estaría egresando el primer curso de
suboficiales y agentes femeninos de fila.
En el año 1979, la Escuela de Suboficiales “Gonzalo Jiménez
de Quesada” albergó en sus aulas a 110 damas quienes después de cumplir con los
planes académicos egresaron 31 como suboficiales y 79 como agentes, con el
objetivo de contribuir en las campañas del gobierno en beneficio de la niñez
desamparada.
La tarea de capacitación
y formación de estas futuras servidoras de la patria fue cuidadosamente
planeada por asesores de ese instituto que contaron con la colaboración
valiosísima de cuatro damas, todas ellas tenientes de los servicios, quienes
aportaron sus conocimientos y experiencias a la difícil labor docente y
directriz; este intento se vio realizado el 13 de agosto de 1979, cuando
contando con la presencia de la Primera Dama de la Nación Nydia Quintero de
Turbay y del señor Mayor General
Francisco José Naranjo Franco Subdirector General de la Policía
Nacional, en una hermosa ceremonia llevada a cabo en la plaza de la escuela de
suboficiales, se graduaron aquellas alumnas a los acordes de los himnos
patrios.
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La Primera Dama de la Nación Nydia Quintero de Turbay y del señor Mayor General Francisco José Naranjo Franco presiden la ceremonia de ascenso. |
El 7 de enero de 1980,
la Policía Nacional, aceptando una vez más el reto de la mujer en las filas
incorporó el primer grupo de aspirantes femeninas a oficiales en la
especialidad de vigilancia, el grupo estaba conformado por 14 mujeres
bachilleres aspirantes a cadetes, que 2 años después se constituirán en las
primeras oficiales en el ramo de vigilancia; quedó vinculada la mujer en todos
los niveles de la organización policial: agentes, suboficiales y oficiales.
Es importante señalar,
que de ésta promoción es la señora Mayor General ® Luz Marina Bustos Castañeda
quien sería la primera oficial femenina en alcanzar el grado de Brigadier
General y también en ser la primera Subdirectora General de la Policía
Nacional.
Pero toda esta felicidad
que representó para la Policía Nacional la presencia de la mujer en sus filas, se
opacó con traumáticas experiencias y aflicciones extremas de muchas familias
colombianas, cuyas hijas policías sufrieron el rigor de la violencia. Y parte
fundamental del tributo y reparación que les debe la sociedad, el Estado y la
institución policial, es que se conozca cuánto fue su valor, cómo domaron el
miedo, y por qué sus verdades merecen ser conservadas ahora que parece romperse
el cerco del horror.
I. CON LA GUERRA EN LAS MANOS
Por: Diana Y. Socha Hernández
“Aunque Colombia afrontaba una
oleada de violencia y daba temor salir de las casas, Rosalba Montes Barrientos asumió
su misión con mística. Era común su frase ´yo sé a qué hora salgo, pero no
tengo idea a qué hora voy a regresar´, porque Medellín, en esa agonía de los
años 80, se convirtió en una ciudad de carros bombas, secuestros, sicariato,
magnicidios o atentados contra inermes civiles”.
En el avión
sentí mucho frío, supongo que por nervios y no disfruté los 35 minutos en el
aire del trayecto entre Bogotá y Medellín. Eso sí, adelanté un poco la lectura
del libro escogido como compañía para el corto trayecto. El aterrizaje fue
espantoso, parecía que el avión se fuera a estrellar de cabeza con la pista del
aeropuerto Olaya Herrera. Únicamente pude sostener con fuerza el libro y
asustada tomarme del brazo de la silla. Respiré profundo y recé para no morirme
sin conocer a Medellín, una ciudad con gente “echada pa’ lante”, rodeada por
grandes montañas que la protegen como si fuera la cobija de un recién nacido,
que con sobradas razones lleva los títulos de la Capital de la Montaña, la
ciudad de Botero, la Ciudad de la Eterna Primavera, o la capital de las flores,
por todo lo que la exalta, conmemora y es reconocida en Colombia.
Llego por
primera vez a Medellín y
puedo describir con muchas palabras la emoción. No solo por las historias que
se cuentan sobre esta ciudad innovadora, de gente cálida y agradable clima,
sino porque tengo una misión inesperada: hablar con Rosalba Montes Barrientos,
quien me dio indicaciones específicas para encontrarnos una mañana de octubre
en su lugar de trabajo. “Hola, doctora Diana, ¿cómo le fue?”, es su saludo
acogedor. “Bien, ya estoy en su ciudad, ahora ubicada en la entrada del
edificio del Instituto de Bienestar Familiar Regional de Antioquia”, contesto a
la expectativa de conocerla pronto. “Espere un momento, ya bajo para que no le
pongan problema para entrar”, añade. A los pocos minutos aparece y me saluda
como si hubiéramos dejado de vernos hace tiempo y tuviéramos que contarnos
muchas cosas después de una larga ausencia.
Luce un saco
morado que resalta el color blanco de su piel. Es imponente, esbelta,
atractiva, parece una deportista. Es la típica mujer paisa, trabajadora y
creativa. Proviene de una familia numerosa encabezada por sus padres, Teresa
Barrientos y Luis Alberto Montes, con quienes comparte siempre las fechas
especiales. Igual que con sus hermanos vivos, cuatro mujeres y tres hombres,
con quienes se ve sin falta en Navidad o el fin de año para celebrar las fiestas
como Dios manda, con el amor profundo de la gente de su ciudad. Con la misma
pasión con la que un día decidió ingresar a la Policía Nacional tras finalizar
su bachillerato en 1985.
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Rosalba Montes, estudiante destacada del colegio Diego
Echavarría, en su natal Antioquia.
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Nada que ver con
que su papá hubiera sido también policía, o su hermana mayor. Ella dice que
tuvo otras motivaciones para acoger el mismo destino y las exalta mientras
conversamos sobre su vida personal y profesional.
Conversamos en un
lugar lleno de flores y papeles, de gente atareada que camina de un lado a
otro. Antes de escuchar su relato, la dragoneante Gladys Adriana Puerta la
interrumpe para decir: “Rochy es un gran ser humano, es carismática,
respetuosa, excelente amiga, compañera, hermana, hija y madre. Una persona con
mucha resiliencia porque a pesar de las circunstancias en las que se vio lo
superó e hizo de su vida profesional un camino de oportunidades. Es una persona
digna de admirar”. Rosalba Montes agradece con un gesto y toma la palabra:
“Siempre tuve la idea de trabajar para una institución del gobierno porque me
daba seguridad. Una pensión a futuro, una casa en tiempo determinado, terminar
joven y quedarme en el hogar sacando adelante una familia. Estos aspectos
llamaban mi atención y tomé una decisión: o era profesional
de policía o estudiaba Derecho o Ciencias Sociales”.
Por eso, recién
graduada del colegio en Medellín, apenas a sus 17 años de edad, cuando Rosalba
Montes Barrientos se presentó para hacer curso en la Policía Nacional, no
existió duda en su decisión. Sin embargo, esa primera vez no la aceptaron y
ella asegura con firmeza que fue porque a la trabajadora social que la visitó
en su casa no le gustó el barrio donde ella vivía. “Pasé las pruebas
psicotécnicas y las de natación y atletismo, pero finalmente me rechazaron. Me
había presentado también a la Universidad de Antioquia y tampoco pasé porque se
presentó demasiada gente”, agrega. Ese fue un momento de dificultad, pero logró
resolverlo con el apoyo incondicional de su familia.
Su hermana mayor
llevaba tres años largos en la Policía y vivía en Barranquilla. Ella la motivó
para que no desistiera de su sueño y por eso volvió a presentarse. En esta
oportunidad pasó las pruebas físicas, las escritas y salió escogida entre las
estudiantes costeñas. Duró un año en la capital del Atlántico haciendo un curso
preliminar de preparación y luego se fue a Bogotá a cumplir su proyecto de ser
policía. No fue fácil porque todavía en 1986 en la institución prevalecía el
liderazgo de los hombres. En la sociedad misma, las mujeres aún no tenían
cabida en funciones importantes.
Permanecían en
casa, sin protagonismo, dedicadas al cuidado de la familia. Desde la Resolución
3256 del 5 de noviembre de 1953 está regulada la presencia de mujeres en la
Policía, y en aquella época se vincularon inicialmente a la Sección de
Bienestar Social de la institución dirigida por la madre María de San Luis.
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Madre María de San Luis |
Gladys Adriana
Puerta, compañera de Rosalba Montes, opina: “Tuvieron que pasar más de
cincuenta años para que las mujeres en la institución tuvieran un papel
importante, ha sido un verdadero reto darnos un lugar digno y de privilegio. No
es fácil cumplir con el compromiso de salvar vidas, defender indefensos, servir
de mediadoras y ser esposas, hijas, madres, amigas y hermanas, con tiempo para
cumplir esos roles y el profesionalismo que demanda ser policía. La vida no es
fácil, pero debemos cumplir y hacer lo posible por nuestras metas y retos que
la profesión policial nos brinda”. Para Rosalba, el asunto así se resume:
“Desde que la mujer sea inteligente le va bien. La parte difícil es ser mamá al
mismo tiempo. Se han dañado muchos matrimonios por eso.
Los niños sufren en
la crianza por los padres ausentes. Tuve que criar a mis hijos después del
accidente, sin rencor por lo que pasó”.
Le pregunto a
Rosalba cómo era un día en el curso de agentes y señala: “A las cuatro de la
mañana debíamos estar de pie y dos horas después en clase. Las cátedras eran en
derechos humanos, derecho internacional humanitario, tiro, defensa personal,
artes marciales, historia o ciencias políticas. A las diez de la noche
estábamos descansando. Si alguien la embarraba, nos ponían hacer más
ejercicios. Casi siempre alguien lo hacía, así que nos dormíamos a veces hasta
la una de la mañana. Fue un curso exclusivo para mujeres para evitar embarazos.
Nuestros mandos fueron mujeres, como la hoy general en retiro Luz Marina Bustos,
además comandante directa y directora de la escuela.
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Rosalba haciendoi curso para agente de Policía- años de 1985 |
Los
instructores masculinos fueron principalmente para defensa personal, polígono o
asunto de armas. No me gustaron las armas, las veía por conocimiento. Lo mío
siempre fueron los derechos humanos y la enfermería”.
Se graduó
antes del tiempo programado y fue enviada al Centro Automático de Despacho
(CAD), un edificio grande ubicado en Bogotá desde donde se direccionan todos
los servicios policiales requeridos por los usuarios desde la calle. Con
su uniforme verde oliva, de inmediato Rosalba Montes empezó a ostentar una
diadema para crear un método aparte para comunicarse con todos los
patrulleros. “Es lo que ahora se llama cuadrantes, solo que más
comprometidos”, refiere. Monitoreaba el trabajo de los policías y los regañaba
porque se demoraban para llegar rápidamente a un servicio. De esa unidad pasó a
la Policía de menores, donde trabajó un año. Allí pudo conocer casos muy
duros, tristes, porque estaba encargada de situaciones sobre maltrato infantil
y crisis de adolescencia, todos episodios relacionados con amenazas o
inobservancia de los derechos de los niños. “Estábamos destinadas a
conocer, de primera mano, casos de niños abusados y maltratados. Los
prioritarios los poníamos en manos del Instituto Colombiano de Bienestar
Familiar (ICBF)”.
En esta
sección estuvo un buen tiempo hasta que fue trasladada a Medellín, al recién
inaugurado Centro Automático de Despacho (CAD), una sala grande llena de
computadores donde se reciben llamadas externas. Los datos quedan guardados y
se automatiza todo para comunicarse con las patrullas y grabar lo que sea
necesario para realizar los informes impresos y archivarlos hasta el cierre de
los casos. En su mayoría estaban a cargo mujeres. Rosalba Montes sostiene
sonriente que los hombres eran técnicos en sistemas. Ellas se encargaban
del contacto con la gente. También trabajó en el CAD apoyando seguridad en
el Estadio
Atanasio Girardot o la Plaza de Toros
La Macarena.
Un año
después fue trasladada al municipio de La Estrella (Antioquia), a la Escuela Carlos
Eugenio Restrepo (ESCER). A pesar de que vivía cerca de sus padres, no
los visitó mucho debido al problema de orden público que entonces vivía
Colombia.
Como su
padre conocía de primera mano que era importante cumplir órdenes y ser
disciplinado, no puso problema al no ver todos los días a su hija. En cambio,
su madre la extrañaba mucho.
Inicialmente
sus funciones fueron administrativas y ejerció su vida policial como docente.
En 1989 ya oficiaba como bibliotecaria de la escuela e instructora en derecho
penal, derechos humanos y primeros auxilios. En la escuela practicó voleibol,
atletismo, ajedrez y baloncesto. A veces jugó torneos inter-unidades o con
funcionarios del tránsito.
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Rosalba participando en una competencia Atletica |
Fue un
momento grato de su desarrollo profesional que define en pocas palabras: “Nada
fue estresante, todo me gustó, estaba joven y fue emocionante”.
Aunque
Colombia afrontaba una oleada de violencia y daba temor salir de las casas,
Rosalba Montes asumió su misión con mística. Era común su frase “Yo sé a qué
hora salgo, pero no tengo idea de a qué hora voy a regresar”, porque Medellín,
en esa agonía de los años ochenta, se convirtió en una ciudad de carros bomba,
secuestros, sicariato, magnicidios o atentados contra inermes civiles.
Pronto los
policías los sustituyeron porque cayeron en la mira prioritaria de la mafia.
Nadie se sentía a salvo y el cartel de Medellín,
en cabeza de Pablo
Escobar Gaviria, generaba un miedo que se advertía en las miradas de niños,
jóvenes y adultos. En pocos años asesinaron muchos policías. Por cada agente
muerto, el capo pagaba un millón de pesos, los suboficiales valían dos, los
oficiales tres, los del bloque de búsqueda cinco. Por eso, la misión común era
encontrar a Escobar. A Rosalba le correspondió apoyar labores para investigar
el secuestro del congresista Federico Estrada Vélez.
Ocurrió el 4
de abril de 1990 y el grupo de Los Extraditables lo
reivindicó. Para la familia del político fue un golpe duro ya que acababa de
llegar a la ciudad, procedente del exterior, su hija Elena, y ese día tenía un
almuerzo programado con ella. El comandante de la Policía de Antioquia dispuso
buscar sospechosos en los alrededores de Medellín y su orden fue realizar
puestos de control y requisar vehículos y transeúntes. Cualquier pista era
importante.
Esa mañana,
Rosalba Montes no acudió a la biblioteca porque tuvo que apoyar a la Policía
Metropolitana de Medellín. Por eso terminó en un operativo policial junto a dos
unidades, oficial, suboficial y 20 estudiantes de la escuela.
El
destacamento de uniformados se fue por una carretera gris donde se escuchaba
correr el agua. Los dos grupos se dividieron para buscar al cautivo. Unos en
una cascada, otros al lado de unos moteles junto a la vía.
Rosalba
Montes habla con tranquilidad. No se escucha rencor en sus palabras y menos
tristeza, ha contado tantas veces su historia que ya no le afecta. Tenía 21
años, toda una vida por delante. A pesar del miedo por lo que vivió siempre
recalca que estuvo segura. “Aquí habían matado muchos uniformados, muchos
compañeritos. De 18, 19, 20 años, el más viejo tenía 60 y no se quería
retirar”.
El día
señalado ella fue la agente encargada del radio de comunicaciones. “Mis armas
de dotación eran una Mini Uzi y un revólver, los otros compañeros tenían fusil.
En breve quedé con un suboficial y 20 estudiantes. Un estudiante de apellido
Araque le hizo señal de pare a un colectivo y alcancé a decirle que no se
subiera al bus, sino que hiciera bajar a los pasajeros para requisarlos. Pero
el estudiante no atendió la orden o no la entendió, se metió al vehículo, lo
agarraron del cuello y lo bajaron como rehén”. Rosalba golpea la mesa, esta vez
sin intención, con la prótesis. Recordar no es fácil. Pero a veces es necesario
contarlo y descansar.
“El agresor
era un hombre de unos 20 años, guapo, sin perfil de delincuente, a lo mejor
víctima también. Todo con él pasó muy rápido. Cuando de repente gritó: ‘Ustedes
me hacen algo y nos morimos todos’, le repliqué enseguida preguntándole por qué
decía eso, y luego indagué si tenía una pistola ahí o era solo por desafiar.
Todavía creo
que estaba asustado. Lo cierto es que empezó a dar vueltas con el compañero
agarrado del cuello. Nos miraba para ver qué acción podíamos tomar, mientras
nosotros hacíamos señas para acordar la forma de reaccionar. Al otro lado
de la vía, el sargento estaba paralizado. Yo no me atrevía a encender la radio
porque no sabía cómo iba a reaccionar el delincuente. Alcancé a pensar que
cuando diera la vuelta lo podía dar de baja, pero súbitamente me dijo: ‘Sé que
usted trata de eliminarme. Si lo intenta, es la primera que se muere’. Una
religiosa que se bajó del colectivo se arrodilló y empezó a orar.
“El
estudiante Araque que bajó del bus como rehén estaba verde. A su lado, el delincuente
portaba una granada y una pistola. La granada estaba desactivada pero no tenía
seguro. En un momento alzó los brazos y le vi detonantes, al menos tres
cordones con explosivos. Si le disparábamos, la hermanita, los civiles y todos
estábamos muertos, unas cuarenta vidas más o menos. Disimuladamente localicé
por radio a una amiga en el CAD y el tipo de inmediato gritó: ‘O apaga ese
radio o se muere’.
No lo
apagué, lo dejé activo para que al otro lado escucharan y tomaran las
coordenadas. Alcancé a transmitir la referencia 929 que significa explosivos.
Cuando llegó el apoyo apareció mucha gente del Ejército y la Policía y, cuando
le iban a disparar, les advertí sobre los explosivos y la granada. Sin embargo,
un francotirador lo dio de baja. Infortunadamente la granada cayó al piso y
quedaron diez segundos para todos. Como en el sitio pasaba una quebrada me
dije, ‘La puedo coger y tirarla. Cuando lo hice explotó en mi mano’”.
En ese
suceso el único que murió fue el delincuente abatido. Al estudiante Araque,
quien provocó el problema por su inexperiencia, se le abrió un poco el
estómago, sin consecuencias.
Al sargento
se le fracturó la pierna derecha y otro estudiante perdió un ojo. “Yo perdí la
mano y por poco pierdo la pierna porque la rodilla quedó destruida. Me salvé
porque cuando llegué al hospital y me la iban a amputar, mamá no dejó. Pasé por
tres hospitales para evitar la gangrena y la última inyección me la aplicaron
en el hospital de San Vicente, donde me amputaron la mano. Por el ruido de la
explosión quedé sin oír un buen rato y solo insistí en que no me operaran hasta
que no llegara mamá. Entonces pararon la cosa.
Cuando ella
llegó perdí el conocimiento, me sentí tranquila. Eran como las tres de la
tarde. Lo último que le dije a mamá fue que estuviera tranquila, que había
perdido una mano pero que el resto estaba bien”.
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Rosalba Acompañada de su señora madre Teresa Barrientos |
Días más
tarde no faltaron los premios: la Medalla al Valor, la más alta condecoración
que se le da a un policía o a un militar. La Medalla de Servicios Distinguidos.
Un ascenso por actos heroicos, elegida como personaje del año en 1990 en las
fuerzas militares y policiales en Colombia. Premio de Paz en Antioquia y, por
primera vez, una mujer policía postulada al Premio Mujer Cafam.
Dos años
después de los hechos, Rosalba Montes salió pensionada de la Policía y se
dedicó a estudiar.
Empezó Derecho porque cuando estaba como agente de policía
había emprendido esta carrera y lo hizo en la Universidad Autónoma de Medellín.
No obstante, tuvo que parar sus estudios y su proceso de rehabilitación porque
se fue a Brasil a buscar su prótesis. La periodista de El Colombiano Sonia Gómez,
armó una campaña para que le dieran una buena prótesis.
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Fotografía de Sonia Gómez Revista Cromos, No. 3171, octubre 25 de 1978 |
Mucha gente en
Colombia conoció a Rosalba Montes gracias a esta exitosa iniciativa.
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Graduación de Rosalba Montes |
A pesar de
lo que pasó, su hija Alejandra Delgado Montes también terminó como patrullera.
Igualmente es una mujer alta, elegante, joven, con metas claras y futuro
prometedor. Con el uniforme bien puesto que lleva con orgullo. “Gracias a ella
nació el amor a la Policía porque es una mujer luchadora que siempre tiene
metas. Para mí es un honor, un orgullo y un ejemplo a seguir”, precisa cuando
habla de su madre. Le pregunto por el papel que cumple la mujer en la Policía y
responde: “Es la cara bonita de la institución”.
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Rosalba con su hija la señorita patrullera Alejandra Delgado Montes |
Rosalba
Montes recobra la palabra y me cuenta cómo conoció al padre de sus hijos en la
Policía y de qué manera la acompañó en el proceso de su accidente y formaron
una familia. Aunque después se separaron, ella exalta que sigue siendo un
excelente padre.
“¿Y cómo
está sentimentalmente?”, pregunto. “Salgo con amigos, me divierto, bailo salsa,
veo películas, pero no me gustan las de terror. Hago deporte, soy hogareña, me
gusta hacer oficios de casa escuchando música”. Habla poco de sus hijos, pero
asegura que son el motor de su vida. “Carlos Andrés es tecnólogo en sistemas y
Alejandra, vivo retrato de su padre, quiere seguir la carrera de policía. Estoy
segura de que le irá bien, es una mujer bella y juiciosa, hará un buen papel en
la institución”, añade como pensando qué más decir. “Nunca les hablo mal de la
institución”, manifiesta a manera de conclusión.
Quizás lo
dice porque tiene un tema pendiente con la Policía y la Unidad Nacional de
Víctimas. Lo explica subiendo el tono de sus afirmaciones: “El gobierno me
tiene que reparar como víctima del terrorismo, así hayan pasado casi dos
décadas”. La Unidad Nacional de Víctimas dice que fue un hecho causado por la
delincuencia común, aunque Pablo Escobar hizo una guerra. Ella sabe que tiene
cómo demostrarlo y lo reitera antes de agradecer y despedirse con un abrazo. Le
digo que fue un orgullo saber de su valentía, y conocer a una mujer tan llena
de positivismo para la institución y la vida. Después parto de Medellín con
ganas de volver para recorrer palmo a palmo la Ciudad de la Eterna Primavera,
con su gente cálida y, por supuesto, para seguir hablando con Rosalba Montes,
una mujer de la que se aprende a vivir a pesar de las tormentas.
II. Estoy viva
Por: Andrea Rojas Vega
“Rosa María
Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a una “zona caliente”,
pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza: saborear un tinto
observando el panorama nocturno desde la puerta de la estación; era una noche
tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café”.
El sonido de
los mariachis que celebraban anticipadamente el día de la madre, la noche del
sábado 7 de mayo de 1994, se interrumpió con el ruido estridente de la sirena
de una ambulancia. Blanca Rosalba Bermúdez, quien hacía parte de la festividad,
dijo a su vecina como presagiando el destino: “Mire, mija, unos sufriendo y
otros celebrando, ¡esas son las ironías de la vida!”. No sabía que la paciente
por quien corrían para salvar su existencia era su propia hija Rosa María,
quien acababa de recibir dos disparos a quemarropa, mientras trabajaba en la
vecina Estación de Policía del Barrio La Victoria, situado al suroriente de
Bogotá, capital de Colombia.
Tendida en
la ambulancia, la cabo segundo Rosa María Sánchez nunca perdió el sentido y fue
consciente de todo lo que sucedió a su alrededor. Del afán del médico y la
enfermera que la acompañaban, de los sonidos de los aparatos para monitorear
sus signos vitales, de los pinchazos en sus brazos para suministrarle medicamentos,
del movimiento del vehículo que afanosamente se dirigía hacia el Hospital La
Victoria. Se sentía sorprendida de la calma con la que asumió la situación.
Podía morir y lo sabía, pero no sentía pánico. No diferenciaba si era la
actitud de quien se entrega al destino y acoge a la muerte, o de quien luchaba
por continuar en el camino de la vida con dos disparos en su cuerpo.
En medio de
su indecisión respiró profundo y en cada bocanada de aire recordó el momento de
orgullo en que inhaló de la misma manera, justo antes de pasar a recibir su
insignia de agrado como agente de la Policía Nacional, una tarde soleada de junio
de 1987, en la Escuela de Carabineros. Parada en medio del campo de fútbol,
como en el mismo centro del universo, con la espalda recta, el pecho en alto,
su uniforme impecable y la mirada de satisfacción.
Eso sí, pesando
varios kilos menos que cuando entró a la escuela para iniciar su formación como
mujer policía. Por eso, su mamá repetía: “¡Cómo está de flaquita la niña! ¡Será
que está pasando malos ratos!”. Para las dos, el proceso había sido más duro de
lo imaginado.
El primer día en la
escuela ubicada en la localidad de Suba, asumió desde el corte de su largo pelo
café oscuro o el trajín de las levantadas a medianoche para hacer ejercicio
cargando el colchón al hombro, hasta la comida que siempre le pareció insípida
y pastosa, o la dureza de algunas mujeres oficiales que prohibían a las
estudiantes hablar con los hombres. Incluso un oficial insistió en que las mujeres
no debían estar en la Policía, pero al final del proceso de formación las
felicitó de mano, una a una, y las llamó luchadoras. No fue una etapa fácil por
su condición de hija consentida de la familia Sánchez Bermúdez, pero al mismo
tiempo todos entendieron que ella había alcanzado un sueño.
La penúltima de siete
hijos, que habitaba en una casa de rejas blancas situada en el suroriente de
Bogotá, siempre quiso ser policía porque sentía que su destino era el servicio
a los demás y este era un trabajo para lograrlo. Desde antes de terminar sus
estudios de bachillerato en el Colegio Enrique Olaya Herrera, se imaginó
vestida con el uniforme verde oliva, patrullando por las calles, lista a ayudar
a los niños o a los más necesitados. Nunca tuvo temor a pesar de que, en esos
días de la segunda mitad de los años ochenta, la guerra del narcotráfico se
asomaba a las ciudades.
En ese momento, para
Rosa María solo existía una palabra en su mente: servicio. Sus padres, Luis
Eduardo Sánchez y Blanca Rosalba Bermúdez, le insistieron que buscara otra
carrera, una que no fuera profesión de hombres o que las mujeres no se vieran
“tan bruscas”. Un secretariado o contaduría quizá, insistían. Pero Rosa María
tenía una meta en su corazón.
El río de su memoria
se suspende cuando una voz la trae de vuelta a la realidad. Está en una camilla
del Hospital La Victoria y una enfermera le pregunta afanosa a quién deben
avisar. “¡No me deje morir!”, responde suplicante y una fuerza más allá de lo
terrenal la llena de optimismo. “¡Esta batalla no la pierdo!”, se dice a sí
misma y de nuevo respira profundo. En su mente están los rostros de sus padres,
sus hermanos, sus sobrinos y especialmente el de su hija María Angélica, de
tres años. Debe mantenerse con vida, volverse súper heroína para volver a
abrazarlos. Además recuerda que ya casi es domingo, Día de la Madre, y que la
tradición familiar es hacer fila, del mayor al menor de los hijos, para
agradecer a Blanca Bermúdez el esfuerzo por sacarlos adelante.
![]() |
Fotografía de Rosa María durante su estadia en el hospital |
Sus ojos se llenan de
lágrimas. Uno de los impactos de bala atravesó su abdomen aunque no le causó
daños mortales, pero el otro le afectó su columna vertebral. “Si sobrevive, no
volverá a caminar”, escucha desde que ingresó al pabellón de urgencias.
Inhala, exhala, cree
que lo peor ya pasó, tiempo después recobra su conciencia y está en una
habitación del hospital de la Policía Nacional, adonde fue trasladada. La
noticia de lo sucedido se ha propagado en Bogotá, sus fotos sosteniendo una
imagen del Divino Niño que le dio una amiga en la emergencia remarcan el hecho.
“Cruenta arremetida guerrillera, cabo rechaza ataque del ELN y corre peligro de
quedar inválida”, es el eco de las noticias.
Ella solo cree que la
justicia es de Dios y que su camino está por construirse.
La Victoria
El barrio La Victoria
está situado sobre los cerros orientales de la capital, en la localidad de San
Cristóbal. Es un sector en el que prevalece la pobreza y la ausencia del
Estado, también abundan allí varias comunidades desplazadas por la violencia.
Por eso, Rosa María Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a
una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza:
saborear un tinto observando el panorama nocturno desde la puerta de la
estación. Una rutina para creer que podía intuir el ambiente del barrio con
mirarlo y así prepararse para el servicio. Aquella noche del sábado 7 de mayo
de 1994 parecía tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café.
Sin embargo, el sector
era peligroso y en esos días se había advertido la presencia de milicias
urbanas de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). No era fácil
distinguir amigos de enemigos porque la disposición de alguna gente en el
barrio era ambigua. Dos semanas atrás, en un enfrentamiento con este grupo
insurgente en el barrio Juan Rey, había sido asesinado un suboficial de la
Policía y el agente que lo acompañaba quedó herido. Tan solo ocho días antes,
una patrulla de su estación también fue atacada y crecían los rumores de que
los guerrilleros iban a golpear de nuevo.
La estación del barrio La Victoria
fue ese capítulo elegido y el presagio se cumplió en la víspera de la
celebración del Día de la Madre.
Antes de despedirse
aquel sábado de mayo, cuando Rosa María fue a dejarle a su pequeña María
Angélica, su mamá exteriorizó un comentario cargado de amor y de preocupación:
“Cuídese mucho,
mija”. Ella la tranquilizó, aunque le hizo una promesa que no pudo cumplir.
Cuando Blanca le preguntó si iba a visitarla para la celebración del Día de la
Madre, respondió confiada: “Claro que sí, mañana vengo”. Blanca y la pequeña
María Angélica se quedaron paradas en la puerta diciéndole adiós con la mano y
Rosa María, que había prestado seguridad en varios ministerios y en algunos
juzgados, que realizaba patrullajes y requisas sin temor, que le encantaba
trabajar con los niños y ya era subcomandante de estación, partió a cumplir su
cita con los violentos.
Ese sábado 7 de mayo,
no estaban disponibles todos los uniformados de la estación, pues como empezaba
el fin de semana, muchos habían pedido permiso para permanecer con sus
familias.
La subcomandante Rosa
María Sánchez se vio obligada a asignar el personal disponible a las labores
prioritarias de seguridad. Era la única mujer en la estación y, a pesar de su
autoridad, sus compañeros, además de acoger sus órdenes, la protegían y
acompañaban a los servicios complicados. Esa noche recibió por radio el mensaje
de reunir a los motorizados en el barrio San Cristóbal para una misión
especial. Ella quedó al frente de la estación junto al agente Campo Elías
Hernández y otros integrantes de la unidad policial salieron a cumplir diversos
operativos de la jornada.
Con su habitual taza
de café caliente en la mano, desde su mirador personal, salió a cumplir con su
rutinaria mirada de inspección. Eran casi las once de la noche. En el silencio
circundante solo se oían los ecos de una fiesta cercana. Súbitamente pasó una
pareja que Rosa María perdió de vista cuando dobló la esquina y, breves
segundos después, la mujer reapareció pidiendo ayuda a gritos porque
presuntamente a su esposo lo habían atracado.
El agente Campo Elías
Hernández tomó la iniciativa y acudió a verificar. Rosa María se quedó
expectante en la estación buscando refuerzos. De pronto se oyó un disparo y
ella pensó que habían atacado a su compañero, por eso salió corriendo. No tuvo
miedo ni preocupación para reaccionar, necesitaba auxiliar a su colega.
A pocos metros de la
estación lo encontró en un apremio extraño: traía retenido a un hombre y lo
empujaba sosteniéndolo por la camisa, pero detrás venían varias personas
amenazándolo y pidiéndole que soltara de inmediato a su capturado. Sin
preguntas ni aclaraciones, únicamente acción, Rosa María Sánchez corrió a
ayudar al agente Campo Elías para conducir al detenido a la estación y allí
aclarar la situación y tomar decisiones. Pero súbitamente, al lado del detenido
apareció un hombre que clavó sus ojos en ella como si fuera una fiera a punto
de atacar. Antes de que entendiera lo que pasaba, logró ver la pistola que le
apuntaba a escasos centímetros y escuchó el disparo que la derribó.
Su compañero
reaccionó y también disparó. Ella quedó tendida boca abajo en el suelo,
sangrando, incapaz de defenderse y oyendo más disparos a su lado. Otro impacto
dio contra su humanidad y lo sintió como un calor abrazante. De repente dejó de
sentir su cuerpo y supo en ese instante que no iba a volver a caminar. Uno de
los atacantes se acercó a ella, la dio por muerta y se llevó su radio y su arma
de dotación. Además se despidió de ella con el peor de los insultos, un putazo
cargado de odio y sin remordimientos. Paradójicamente, horas después, el hurto
de estos elementos fue determinante para capturar a los atacantes en el barrio
Santa Isabel y así desmantelar la célula guerrillera.
Cuando la lluvia de
balas cesó y las voces y pasos se alejaron, únicamente quedó el silencio de la
noche. Rosa María Sánchez alzó su cabeza y vio el cuerpo sin vida, destrozado
por las balas, de su compañero Campo Elías Hernández. En ese instante sintió
pánico de morir, de que los atacantes se dieran cuenta de que podía moverse y
la remataran, así que permaneció quieta, como si estuviera muerta. Pasaron
minutos que parecieron horas y recobró su movimiento cuando escuchó a uno de
sus compañeros gritando:
“¡Mataron a mi
cabo!”. Entonces ella rompió su silencio, sacó fuerzas de donde pudo y con voz
firme y la actitud que hasta hoy la sigue acompañando en todo lo que hace,
exclamó: ¡Estoy viva!
El mismo grito que
ratificó el pasado 20 de julio durante la celebración del Día de la
Independencia Nacional. Como desde el primer momento de su graduación en la
Escuela de Carabineros, esa mañana revisó su uniforme, detalló su placa y cada
insignia lograda en su recorrido en la institución, y luego acudió orgullosa al
tradicional desfile militar. Entre aplausos, gritos y flores que la gente
arrojó a su paso, ella entendió más la contundencia de su aquella noche triste
de mayo de 1994. “¡Cuánto camino recorrido! ¡Cuántos obstáculos superados!”,
pensó una y otra vez.
Ahora lucía orgullosa
su uniforme entre sus compañeros, sentada sobre su silla de ruedas.
“Policía un día y
policía toda la vida”, se define hoy a sí misma y, tras un largo suspiro,
recuerda cada momento de lo que tuvo que vivir y volver a aprender durante
largos años.
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Fotografía de Rosa María recibiendo la condecoración "Cruz Al Mérito Policíal" |
Desde vestirse sola, voltearse en la cama o bañarse, todas tareas
que se volvieron titánicas pero que poco a poco fue dominando e hizo suyas.
Evoca también la primera vez que vio su silla de ruedas y tuvo que sentarse en
ella. Ese día, su familia creyó que iba a ser el momento en el que Rosa María
Sánchez iba a quebrarse del todo, pero ella simplemente anunció que esa silla
iba a ser el símbolo del triunfo de su vida sobre la muerte. Por eso la
convirtió en una herramienta más para transformar su inobjetable vocación de
servicio.
Con el paso del
tiempo, se divorció de su esposo, pero encontró un lugar especial en su
familia. Además estudió administración de empresas, aprendió a manejar y compró
un carro con el que se hace cargo de llevar a sus papás a las citas médicas.
Curiosamente es la
única mujer de su casa que sabe conducir. Por esa razón, cada cierto tiempo
programa un viaje con su familia, con ella al volante, y recorre las carreteras
del país sintiéndose libre y poderosa. Ahora conoce la verdadera fuerza para
superar cualquier adversidad, y de lo que puede ser capaz una súper heroína
como ella, quien nació, en sus propias palabras, totalmente desprovistas de
odio, en lo que denomina “el día de mi accidente”.
El desfile del 20 de
julio o del Día de la Independencia se abre paso lentamente por las calles del
occidente de Bogotá y, al pasar por uno de los palcos, en las graderías Rosa
María Sánchez ve a su hija María Angélica, quien la saluda con su mano en alto.
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Fotografía del desfile del 20 de julio donde se observa a Rosa María Sánchez portando el banderin de la Policía Nacional de Colombia |
Ya tiene 25 años, es
su mejor amiga, su mayor motivación, su orgullo personal, su compañera de
lucha. Juntas transitaron un camino de dos décadas y ahora sabe que el mejor
legado para ella es su ejemplo de perseverancia y empeño, la capacidad de
decirle que nada les puede quedar grande. María Angélica sabe que, al día
siguiente, su madre cumplirá con su disciplina de incansable deportista.
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Rosa María acompañada de su hija María Angélica |
La esgrima es el
deporte paralímpico que se convirtió en el bastión de su fortaleza física y
mental. Primero practicó la natación, luego el tiro, pero después encontró una
nueva pasión: el deporte de las espadas. Todos los días ensaya y cuando llega
al salón de entrenamiento, sus compañeros, todos hombres, todos en sillas de
ruedas, sonríen desde que llega. Entre los ruidos de los metales y las luces
verdes y rojas de los interminables duelos, han construido un ambiente de igualdad
en el que todos se sienten campeones.
Fotografía
tomada de https://www.policia.gov.co/noticia/sanidad-policia-nacional-se-lucio-esgrima
Rosa María se
deleita, el deporte le produce sonrisas de gusto, las mismas con las que salía
a trabajar cada mañana, rumbo a la estación de La Victoria.
Muchas otras cosas
han cambiado en su vida. El Día de la Madre se volvió a celebrar en casa, solo
que ahora la familia agregó una nueva tradición: se conmemoran los años de la
segunda vida de Rosa María. Incluso, quince años después de aquel mayo de 1994,
llegó vestida de rosa, como una quinceañera plena de ilusiones.
Lo recuerda mientras
respira profundo, como si quisiera capturar todos los momentos. Es su foto
mental que atesora siempre.
La gente en el
desfile no conoce esa historia, pero igual le grita emocionada porque sabe que
saluda a un héroe. Su hija observa con lágrimas de orgullo. Rosa María Sánchez
Bermúdez, ahora cabo primero de la Policía Nacional, se siente afortunada
porque sabe que otros vivieron situaciones como la suya, pero no pudieron
compartir su historia.
Ver Historia narrada por Rosa Maria:
III. A veces lo eterno cabe en un instante
Por: Irma Yenny
Rojas Jovel
Fue una excelente
estudiante, con energía para conquistar el mundo, aunque también disfrutó la
simplicidad de jugar con sus amigos en las tranquilas calles del barrio. Cuando
le preguntaban qué iba a hacer cuando fuera grande, su respuesta siempre fue
inequívoca: policía o maestra”.
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Fotografía de la señorta Subintendente Mónica del Pilar Murcia Otálvaro |
Una casa esquinera
con rejas situada en el barrio Rincón Campestre de Chinchiná (Caldas) es el
lugar donde más viva permanece. Al entrar, su presencia se impone desde el
comedor. Una fotografía de medio cuerpo, casi en tamaño real, la recuerda con
su carácter extrovertido y generoso, su carismática sonrisa con su uniforme verde oliva.
Es sábado 29 de octubre de 2016. La misma fecha, catorce años atrás, fue su
sepelio, un día de apagón profundo en la familia, a la que le ha costado mucho
reponerse. Todavía no se acostumbra a la ausencia de Mónica del Pilar Murcia
Otálvaro, víctima de un atentado de la guerrilla de las FARC en el departamentode Arauca.
Nacida el miércoles
25 de abril de 1979 en el templado municipio de Chinchiná, corazón del
triángulo del café, Mónica del Pilar fue la hija mayor de la profesora Consuelo
Otálvaro y madre de crianza de sus hermanos Nelson y Mario. La maestra refiere
que desde que se supo embarazada sabía que esperaba una niña y que ella después
se convirtió en su compañera permanente en la escuela rural donde ejerció
muchos años como educadora. “Nació con carisma”, insiste Consuelo, y luego
cuenta que, mientras dictaba clases, Mónica del Pilar dormía en una hamaca
colgada en una de las esquinas del salón. Cuando se despertaba, espontáneamente
alguno de los estudiantes de la escuela “corría a cargar la niña, era muy
querida”.
Mónica del Pilar la
acompañó hasta que empezó su tercero de primaria. A partir de ese año escolar,
pensando en ampliar sus posibilidades académicas, su madre la matriculó en el
colegio Santa Teresita, situado en el perímetro del pueblo. Fue la primera vez
que se separaron. Fue una excelente estudiante, con energía para conquistar el
mundo, aunque también disfrutó la simplicidad de jugar con sus amigos en las
tranquilas calles del barrio. Cuando siempre fue inequívoca: policía o maestra.
“Tengo dos hermanos policías y cuando íbamos de visita a su casa, ella se ponía
sus uniformes y se hacía tomar fotos. Le encantaba verse como patrullera”,
evoca Consuelo Otálvaro.
Mónica siempre fue
sonrisa y alegría, fue el alma de las fiestas. La de sus 15 años se celebró con
una parranda memorable que duró hasta el amanecer. En sus horas libres jugaba
baloncesto y disfrutaba mucho las caminatas para recorrer los paisajes de sus
montañas cafeteras. Leía, escuchaba música, cantaba, hacía permanentes bromas a
sus hermanos y descansaba en una habitación que decoraba siempre con motivos de
Coca-Cola y afiches de artistas de época. Cuando terminó el colegio hizo un curso
para facilitar su ingreso a la Policía y luego se presentó al proceso de
incorporación en agosto de 1998. “En esa época no era fácil que una mujer
entrara y en la zona se presentaron muchas, 180. Pasaron cinco, entre ellas
Mónica”.
El día que recibió
la noticia de que había sido admitida en la Policía Nacional lloró porque su
sueño personal se hacía realidad, pero también porque alcanzarlo implicaba
dejar a su familia.
“Tengo sentimientos
encontrados. Una alegría impresionante pero también tristeza porque me voy y
tenemos que separarnos”, fue el comentario a su mamá. Casualmente, ese mismo
día, su hermano Mario hizo la primera comunión, “Salió de casa con el cabello largo,
muy lindo y cuando la estábamos esperando para las fotos, regresó con el
cabello corto, como un niño. Luego se enteró de que no tenía que cortárselo
tanto”, señala entre risas Mario Murcia.
Tiempo después
Mónica del Pilar empacó sus maletas y viajó a Bogotá para usar por primera vez
el anhelado uniforme.
El instante del
sueño y del terror
“Llegamos a Bogotá
muy jóvenes, a los 18 años, solteras, entonces empezamos la vida policial de la
gran ciudad. Desde el primer día, Mónica del Pilar se destacó por su independencia
y su alegría.
Además tenía mucha
vocación para ser policía. Le apasionaba serlo”, recalca Marcela Vélez,
compañera de escuela y amiga personal. Del tiempo que compartieron juntas en la
escuela y en la vida, destaca lo que significó aprender a su lado el amor por
el servicio y recuerda cómo lloraban juntas al saberse lejos de sus amigos y
familias. “Cuando regresaba a Chinchiná, después de varias horas en bus desde
Bogotá, a la hora que fuera era parranda fija con los vecinos. Con ella
regresaba la alegría y cuando se iba se imponía la tristeza”, agrega su madre
Consuelo.

El amor apareció
con un compañero de escuela de origen guajiro, explosivista, que
desafortunadamente encontró la muerte en cumplimiento de su deber. Le costó
reponerse. Después la recuerdan con otros amores, pero ninguno como ese. Mónica
del Pilar siempre quiso formar una familia y ser educadora, como su mamá. Por
eso, mientras llegaba ese desafío de hogar empezó a estudiar una licenciatura
en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, siempre aguardando con fe un
traslado al Eje Cafetero para vivir cerca a su familia. A principios de 2002
creyó que la destinarían a Manizales. “Vino a despedirse, a celebrar mi cumpleaños
el 3 de mayo y a los ocho días volvió porque era el Día de la Madre y me hizo fiesta
con mariachis y todo. Estaba pendiente del traslado pero al final no supe qué
pasó. Nunca contó por qué no se dio”, detalla Consuelo.
“Estaba ilusionada
por irse a Manizales. En esos días la vi llorar varias noches por situaciones
en el trabajo y finalmente su destino fue Arauca, no hubo poder humano que
cambiara esa decisión”, rememora su amiga Marcela Vélez. Y así fue. En julio del
2002 fue trasladada al departamento de Arauca, en la región de los Llanos
Orientales, zona limítrofe con Venezuela. En un año cargado de tensiones
políticas nacionales e internacionales porque acababa de ser elegido para la
Presidencia de la República Álvaro Uribe Vélez y porque el mundo no salía de su
asombro por los atentados ocurridos diez meses atrás contra las Torres Gemelas
de New York, en una secuencia de violencia terrorista que dejó 3.000 víctimas
mortales y que marcó el inicio de una guerra mundial contra el terrorismo, que
no demoró en tener réplicas en Colombia.
El mundo y el país
habían cambiado y Mónica del Pilar Murcia llegaba a una zona de la guerra
colombiana tocada por esas transformaciones. El proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC, emprendido
por el gobierno de Andrés Pastrana en 1998, había fracasado y ahora eran
protagonistas los operativos de retoma de la Fuerza Pública de los 42.000
kilómetros cuadrados en los que se desarrolló la zona de distensión para los
diálogos de paz. En la memoria reciente del país pesaba el secuestro de unavión de la empresa Aires en que viajaba el presidente de la Comisión de Paz delSenado, Jorge Eduardo Gechem, el 20 de febrero, hecho que precipitó el fin de
la negociación; o tres días después, el plagio de la candidata presidencial
Ingrid Betancourt y de su fórmula a la vicepresidencia Clara Rojas.
El jueves 11 de
abril de 2002, haciéndose pasar por miembros de la fuerza pública, las FARC se
habían tomado la sede de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca parasecuestrar a 12 diputados. Pocos días después, el jueves 2 de mayo, la misma guerrilla
perpetró uno de los atentados más lesivos de su historia: la masacre deBojayá, en el departamento del Chocó. El suceso ocurrió hacia las diez de la
mañana, cuando un cilindro-bomba rompió el techo de la capilla San Pablo
Apóstol, en momentos en que cerca de 300 pobladores trataban de refugiarse en
el templo para huir de un violento enfrentamiento entre las FARC y el paramilitarismo.
La iglesia de Bojayá voló en pedazos y murieron en ella 109 personas, entre
ellas 47 menores de edad. Otras 150 víctimas quedaron mutiladas o con graves
heridas.
Ese era el agitado
panorama nacional de violencia que prevalecía en Colombia cuando Álvaro Uribe
Vélez, con un discurso de mano dura contra la subversión a la que denominó “narcoterrorismo”,
ganó el 26 de mayo de 2002 las elecciones presidenciales en primera vuelta, con
el 53% de los votos sufragados.
El miércoles 7 de
agosto de ese mismo año tomó posesión, en medio de un ataque de las FARC con
morteros en Bogotá, que dejó 17 personas muertas y 40 heridas en varios puntos
de la ciudad. La reacción del nuevo mandatario fue declarar de inmediato el
estado de conmoción interior y dictar medidas extraordinarias de orden público
para hacerle frente a la guerrilla. Un intenso comienzo de mandato en el que la
acción de la fuerza pública en algunas regiones se incrementó notablemente,
entre ellas en Arauca.
El día señalado
En el marco de su
política de Seguridad Democrática, el presidente Uribe identificó varias zonas
como prioritarias para recobrar el control del Estado y les dio categoría de
Zonas de Rehabilitación y Consolidación, con amplias facultades a las Fuerzas
Armadas para restablecer el orden público. Una de esas regiones elegidas fue el
complejo departamento de Arauca, particularmente en tres de sus municipios:
Arauca, Arauquita y Saravena. Por esa razón, el día 28 de octubre de 2002 el
primer mandatario decidió viajar a la capital araucana para formalizar sus
decisiones. La patrullera de la Policía Mónica del Pilar Murcia, quien apenas
llevaba tres meses en la región, fue asignada para integrar el equipo de
seguridad que, desde los días previos a la presencia de Uribe en la ciudad,
debía encargarse de preservar el orden público.
Con cierta
inquietud, por esos días Mónica se lo manifestó a su amiga Marcela Vélez y
también a su mamá. “El miércoles en la noche hablamos y comentó que iba a ir el
presidente y que a ella le tocaba apoyar el servicio de seguridad. La noté muy
pensativa porque en esos días en Arauca pasaban cosas muy graves y la presencia
del Mandatario en la región representaba un riesgo para todos”, refiere su
amiga Marcela Vélez. “Hablamos el sábado por teléfono y estaba muy contenta
porque le habían dicho que después de la visita a Arauca le iban a dar unos
días de permiso.
‘Pasa la visita del
presidente Uribe y probablemente al otro día me voy para Chinchiná’”, fueron
sus explícitas palabras. Esa también fue la última conversación telefónica de
Consuelo Otálvaro con su hija patrullera.
El lunes siguiente,
Consuelo Otálvaro se levantó y emprendió su rutina laboral de cada día. Salió a
trabajar a la escuela rural de Chinchiná y en el camino se encontró a un amigo
de Mónica del Pilar. Hablaron de ella y Consuelo le comentó que esa semana la
esperaban en el pueblo. Eran aproximadamente las 6:15 de la mañana. A esa misma
hora en Arauca, en la calle 17 con carrera 16 de la ciudad, un grupo de
técnicos antiexplosivos de la Policía aseguraba una zona donde la guerrilla de
las FARC había dejado abandonado un automóvil Ford Sedán, identificado con
placas AVM987 de Venezuela. Mientras acordonaban el sector y alejaban a la
población civil, el subintendente de la Policía, Nelson Lizcano, se aproximó al
automotor y advirtió que en su interior había dos cilindros, seguramente con
explosivos y metralla.
Fotografía tomada
de
Sin embargo, apenas
tuvo tiempo de reaccionar. La detonación se produjo y el subintendente murió de
forma instantánea. La patrullera Mónica del Pilar Murcia, que lo acompañaba,
fue impactada por una esquirla en la parte posterior de su cabeza. Un niño que
pasaba en bicicleta voló lejos por la onda explosiva. “Acababa de llegar a la
escuela cuando entró una llamada de una amiga con una pregunta directa: ‘¿Ya
oyó noticias?’. Le contesté en tono de broma: ‘No, mija, ¿a qué hora?, ¿usted
cree que yo me levanto a qué?’. Ella replicó: ‘Llame a Arauca’. Me pasó un
frío, como un vacío, una cosa horrible. Fui a buscar la libreta de teléfonos y
entró otra llamada, esta vez de la Policía. ‘¿Hablo con la señora Consuelo?’,
dijeron. ‘¿Qué le pasó a mi muchacha?’, pregunté. ‘Lamentamos informarle que su
hija falleció’. Hasta ahí me acuerdo”, narra entre llanto.
Paradójicamente, su
compañera Marcela Vélez había madrugado ese día de octubre de 2002 a las
exequias de un compañero policía y, camino a la misa, escuchó las noticias y se
enteró del atentado en Arauca. “Cuando escuché lo del carro bomba y dijeron que
había muerto una mujer policía, se me vinieron las lágrimas. El corazón me dijo
que era ella. Aunque no dieron su nombre, sentí que era Mónica del Pilar”,
recuerda. Para todos fue un día muy largo. Consuelo no encuentra consuelo desde
entonces. Ese día Nelson corrió al colegio a informar a su hermano Mario lo que
había sucedido. Lo sacaron de su clase de álgebra para darle la noticia en la
rectoría. Marcela Vélez pidió unos días de permiso para viajar hasta Chinchiná
y acompañar por última vez a su amiga. Inicialmente se lo negaron, al final
pudo lograrlo.
“No le puedo dar
vacaciones porque no es un familiar suyo, me dijeron varias veces. Pero yo
insistía en que Mónica era como mi hermana, y lloré mucho, hasta que hablé con
la secretaria del director de la escuela de formación, quien la había conocido,
y fue ella quien le dijo a mi superior: ‘Por favor, entiéndala, es un dolor muy
grande, ellas dos eran casi como hermanas’”. Ese mismo día, hacia la media
noche, Marcela Vélez llegó a Chinchiná, donde el hecho ya causaba la misma
conmoción que había provocado en Arauca. Las calles del barrio en el que creció
Mónica del Pilar se atiborraron de gente para despedirla. Su cuerpo sin vida
fue trasladado en el avión presidencial hasta el departamento de Caldas y,
sobre las once de la noche del 28 de octubre del 2002, fue llevado al municipio
de Chinchiná en un ataúd café.
“Por la mañana del
29 de octubre la vi. La imaginaba destrozada. La traían en una caja de lata
dentro del ataúd y pedí que la sacaran. Venía con su uniforme puesto y no quise
que la cambiaran porque a ella siempre le gustó usarlo, siempre se sintió feliz
así. Le limpié la cara que estaba un poco ensangrentada y, al tocar su cabeza,
palpé el hueco que me la mató. Después supe que ella salió corriendo para que
el niño que iba en bicicleta no pasara cerca del carro bomba. Cayó después de
la explosión, se levantó, dio como tres pasos y volvió a caer. Un compañero
agregó que murió ahí mismo en el sitio, aunque alcanzó a ser llevada a un hospital
porque dijeron que tenía signos vitales”, narra Consuelo Otálvaro entre pausas
y suspiros.
Ese martes 29 de
octubre de 2002 amaneció tan gris como el color de la iglesia donde se
desarrollaron las exequias en Chinchiná. Muchos vecinos, compañeros de la
Policía y amigos dela familia visitaron incrédulos la funeraria para dar el
último adiós a Mónica y acompañar a Consuelo Otálvaro y sus hijos. Hacia las tres
de la tarde, justo cuando los asistentes se preparaban para salir hacia la
iglesia, el cielo empezó a llorar. En medio de un torrencial aguacero, el
cortejo fúnebre llegó a la Basílica Menor de Nuestra Señora de Las Mercedes.
Acudió tanta gente que se llenaron las cuatro hileras de bancas de madera.
Mucha gente quedó de pie, recostada en las doce columnas de la iglesia. Incluso
en las puertas.
“Exactamente como
ella lo quería”, añade Consuelo.
Su memoria alcanza
para insistir en que, de alguna manera, como se lo escuchó también decir a
Marcela Vélez, su hija Mónica del Pilar presentía su destino. “Un día estábamos
hablando y le dije: ‘Ay, mija, si llego a faltar, qué tristeza dejarlos solos’.
Ella contestó: ‘Es que yo soy la que me voy a morir primero, madre, yo no soy
capaz de enterrarla, le va a tocar a usted, que es más guapa. Si me muero
primero, me gustaría que fuera mucha gente a despedirme y que me cantaran en la
iglesia’. Esa vez la interrumpí:
‘Dejemos de hablar
bobadas que eso no va a pasar nunca y, además, por ley yo soy la más vieja, yo
me tengo que morir primero’”, expresa contrita.
Lo irreparable
Mónica del Pilar
Murcia Otálvaro fue una de las cuatro mujeres policías que murieron en el
departamento de Arauca en 2002 y de las 31 que han muerto en esa misma región
por acción de la violencia. Ese terrible año 2002 fue también una de las 181
que murieron en todo el territorio nacional, de los 4.516 policías que policías
que ese año fallecieron a causa de la guerra y de los 75.000 policías víctimas
que ha dejado la confrontación armada en Colombia. En ese desolador balance
estadístico, también es una de las 79.187 personas incluidas en el Registro
Único de Víctimas en Arauca y de las 8.022.919 víctimas que ha dejado el
conflicto armado en el país. Una inmensa cifra que parece increíble pero que es
cierta, y que duplica ampliamente toda la población de Uruguay o iguala la de
Nueva Guinea, Israel o Suiza.
“Si Mónica
estuviera hoy, seguiría muy activa porque tenía toda la vocación del mundo.
Estuvo en el grupo de delitos contra la vida, se apasionaba con las
investigaciones y la justicia, era feliz portando el uniforme. Soñaba con tener
hijos, un niño y una niña, teníamos el compromiso de que sería la madrina de
los míos y yo de los suyos”, insiste Marcela Vélez. Ella, como Consuelo Otálvaro,
sabe que fue una pérdida irreparable, que el vacío que dejó su ausencia es
infinito y que el dolor es brutal. Después de 14 años, todos se sienten
incompletos. “Nos falta su alegría”, apunta Mario Murcia. Y señala su foto
sonriente, con el recuerdo intacto de sus palabras que siguen guardadas en su
memoria como un tesoro agridulce. Agrio por el dolor de su prematura partida y
dulce por la lección de amor que les enseñó a pesar de su corta vida.
“Aprendí que la
vida es un instante. Después de la muerte de Mónica empecé a inculcar a mis
hijos y nietos que lo disfruten todo porque en un segundo nadie sabe qué va a
pasar”, puntualiza Consuelo Otálvaro. Sin embargo, es una filosofía de vida que
le costó mucho. “Al principio me entregué a la pena, hasta que los muchachos
tuvieron que sacudirme y recordarme que también ellos eran hijos y que me
necesitaban. Entonces tuve que sacar fuerzas de donde no tenía y gracias al
Señor aprendí a perdonar, a pesar de que sigo viviendo con el dolor intacto”.
Es un desafío personal y una práctica cotidiana de fe y espiritualidad, aunque
confiesa que hay reflexiones que le cuestan, como tratar de entender la
terquedad el expresidente Uribe por la confrontación. Le tiene rencor, cree que
puso a otra gente de carne de cañón pero a la suya no le tocó la guerra.
Consuelo Otálvaro mantiene
viva su esperanza de otro país posible, donde las familias no sufran tragedias
iguales a la suya.
“Estoy de acuerdo
con que se firme un acuerdo con la guerrilla porque sé lo que es perder una
hija en la guerra y no quiero que otros tengan que sufrirlo. No es fácil, pero
hay que buscar la forma, hay que pensar en las familias de las víctimas, por
eso anhelo la paz”. Entre tanto, en un osario de la Basílica de Nuestra Señora
de Las Mercedes de Chinchiná reposan los restos de su hija. Una luz que se apagó
a los 23 años. No le alcanzó el tiempo para hacerse licenciada. Hoy es la tía
que no conocieron Tomás, Naomi y Luciana o la madrina de Juan Esteban. La
policía que, según lo recalca su gente, le profesa amor profundo, quería
afrontar muchos retos pero su vida duró un instante. Ahora su presencia es
eterna.
A veces lo eterno
cabe en un instante “Fue una excelente
estudiante, con energía para conquistar el mundo, aunque también disfrutó la
simplicidad de jugar con sus amigos en las tranquilas calles del barrio. Cuando
le preguntaban qué iba a hacer cuando fuera grande, su respuesta siempre fue
inequívoca: policía o maestra”.
IV. El camino valiente
de Leidy
Por: Álvaro
Velandia Ortiz
“La joven
patrullera, que siempre se supo destinada al sacrificio, entendía que en algún
momento su familia iba a asumir el costo de su camino elegido.
Lo que nunca
dimensionó fue el vacío que dejan los héroes, profundo, insuperable, con la
imborrable marca de guardar banderas y medallas que nunca se quisieron, o
exaltaciones que no pueden sanar heridas cuando se pierde a una hija, una
hermana, una nieta o una amiga”.
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Fotografía de la señorita Patrullera Leidy Yorladis Ospina Tejada |
Cuando a la
patrullera Leidy Yorladis Ospina Tejada le informaron que su primera ocupación
como uniformada de la Policía se realizaría en el departamento del Cauca,
sentenció en una frase su destino. Antes de partir y en tono de broma comentó a
su madre, Yacelli Tejada: “Lo único que siento es que le va a tocar pasar muy duro
porque la van a poner a andar con una bandera grande, así que tiene que estar
gordita y alentada para que la lleve”. Yacelli Tejada reconoce que en ese
momento su hija escondía una tristeza que se asomaba en cada uno de sus
comentarios. Ella sabía que tarde o temprano le iba a costar la vida su
carácter incorruptible y su actitud de ayudar a la gente, dos condiciones que,
desde sus 19 años de edad, se convirtieron en el sentido de su existencia.
Esa bandera le fue
entregada a Yacelli Tejada el día en que la Escuela de Policía Carlos HolguínMallarino de Medellín le rindió homenaje póstumo a su hija Leidy Ospina. La
joven patrullera, que siempre se supo destinada al sacrificio, entendía que en
algún momento su familia iba a asumir el costo de su camino elegido. Lo que
nunca dimensionó fue el vacío que dejan los héroes, profundo, insuperable, con
la imborrable marca de guardar banderas y medallas que nunca se quisieron, o
exaltaciones que no pueden sanar heridas cuando se pierde a una hija, una
hermana, una nieta o una amiga. La bandera, junto a las fotos y objetos
personales, hoy reposa en una estantería de la casa de la familia Ospina,
situada en el popular barrio Robledo Aures, en las comunas de Medellín.
En las paredes de
su casa materna siguen colgados los diplomas y reconocimientos que Leidy obtuvo
como patrullera.
Un reloj con los
emblemas de la Policía manifiesta la gratitud que Héctor Ospina y Yacelli
Tejada todavía tienen por la institución.
Las fotografías de
su hija la descubren sonriente, amable y feliz, porque ella era la alegría de
la familia. Lo demostró desde pequeña por su compromiso con sus padres y su
hermana Astrid Ospina, manifiesto en cartas que su madre conserva, con la
original mala ortografía de su remitente. Es un manojo de papeles de distintos colores
que Yacelli guarda cuidadosamente como su mayor tesoro, con escritos cortos en
los que se advierte cómo, desde pequeña, a Leidy no le interesaron los juguetes
o la ropa sino el bienestar de sus padres.
Por eso nunca tuvo
temor para caminar por las calles del barrio Robledo Aures 2, marcadas por la
violencia. Su padre Héctor Ospina insiste que siempre vivieron en esa zona, en
una época en la que deambulaban muchos combos peligrosos que “no se podían ni
ver”. Era un sector popular de la capital de Antioquia donde las fronteras se
defendían a sangre y miedo. Un sitio donde se pagaba con la vida el intento de
cruzar esas fronteras por parte de algún adversario. La propia Policía admitía
que era difícil ingresar a esas comunas y que en un momento llegaron a ser
territorios vetados.
Esa fue la realidad
que Leidy Ospina vivió desde niña sin que se amedrentara, “porque siempre fue
una mujer echada pa’ lante, a quien le gustaban los retos y no le tenía miedo a
nada”.
Su hermana Astrid
agrega que de niñas no las dejaban salir a la calle porque había mucho consumo
de droga en el barrio. No recuerda balaceras pero sí el acoso permanente de los
delincuentes.
“Como nos veían
juiciosas, sanas, se les abría la mente para dañarnos. Además vivíamos en el
sector donde quedaba el paradero de los buses y siempre había hombres que nos
cuidaban”.
Héctor, un hombre
de aspecto musculoso y trabajador, fue estricto con el cuidado de sus hijas.
Incluso cercó su casa con rejas para mantenerlas alejadas de la realidad
violenta circundante. “Leidy tenía muchos amigos, era sociable, amiguera, le
iba bien con los tipos. Íbamos a una que otra fiesta con mamá”, insiste Astrid Ospina,
quien admite que su hermana Leidy superaba su contexto.
Vivieron en un
ambiente difícil pero la protección de la familia las alejó de la violencia
callejera. En contraste, Leidy Ospina nunca estuvo conforme y cuestionaba con
dureza a los líderes de las bandas por la forma como la vecindad tenía que
soportar sus acciones. “A eso toca ponerle solución, mire qué abusos”, manifestaba
constantemente a su madre cuando los delincuentes ostentaban impunemente su
poder armado, que parecía imbatible.
Siempre los llamó
“desadaptados” y comentaba que “tocaba meterle la mano” a ese problema. En
últimas, le afectaba mucho ese universo. Nunca estuvo conforme, se declaraba
frustrada. En el fondo, permanecía aburrida y acostumbraba a preguntar a su madre
por el sentido de la existencia, estaba harta de injusticias y no entendía a
qué se venía al mundo.
Tuvo un período
oscuro en su adolescencia, marcado por la afición al heavy metal y su tendencia
a vestir ropa de color negro.
Incluso quiso ser
rockera en una ciudad en la que muchos jóvenes, a través de esta música
estridente, manifiestan su inconformismo y su rabia. Se sentía sola y
acostumbraba comentar a sus padres que “era mejor irse para dejarlos descansar”.
La muerte fue tema recurrente de sus conversaciones. No soportaba la vanidad
del mundo, no tenía ilusiones. Su padre buscó una solución extrema y un día que
se pintó las uñas de negro le dio una tremenda pela.
“Llegué del almacén
y encontré que le había dado correa porque a veces tocaba pararla en la raya”,
relata Yacelli Tejada, nostálgica porque fue una de las pocas veces que su hija
Leidy fue castigada con severidad.
“Yo voy a ser la
mejor policía del mundo. Prepárese porque esto lo llevo en la sangre”, decía
Leidy a su madre cuando hablaba de la Policía. “Tomó esa decisión porque el
barrio era peligroso y llegó un momento en que las niñas ni siquiera podían
bajar a la tienda cercana”. Además, nunca se conformó con quedarse encerrada y
concluyó que, apenas pudiera, iba a elegir el camino de la Policía para ayudar
a su gente. “Es que hacíamos una reunión y había que dejar entrar a los
bandoleros, darles trago y permitirles que bailaran en
nuestra propia casa”, detalla Yacelli Tejada. Por eso Leidy soñaba con pasar de
humilde hija de familia a decidida patrullera contra los pandilleros. “Cuando
creció no tuvo miedo de mirarlos feo. Se les paraba firme y les decía que no,
que no había más rumba. Ella empezó a imponer el orden”.
Cuando entró a
cursar su grado décimo de secundaria, anunció que se iba a vincular a la
Policía Nacional. Necesitaba casi dos millones de pesos para las inscripciones,
derecho a examen y otra lista de implementos para las pruebas de ingreso. Para
su familia representó un esfuerzo económico tremendo, pero fue tal el
convencimiento de Leidy Ospina por su destino, que no les quedó otra opción que
apoyarla. En el momento crucial, andaba de un lado a otro con su carpeta de
papeles repleta de formularios, cartas de citación y exámenes, que revisaba una
y otra vez para que nada le faltara. Como temía a las pruebas físicas pues
estaba pasada de peso, tomó un curso de natación y se impuso una severa dieta,
combinada con el entrenamiento diario en la piscina.
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fotografía de Leidy con sus padres el dia de su grado como bachiller |
Fue tanta su
ilusión por ingresar a la Policía Nacional que, a pesar de que no era una joven
religiosa, un día pidió a su madre que la acompañara a hacerle una promesa a la
Virgen en la iglesia del municipio de Guarne (Antioquia). En absoluto silencio,
vestida de negro, subió a la montaña con el único propósito de pedir la ayuda que
le faltaba para ingresar a la institución. Aunque nunca le contó a Yacelli qué
ofreció a la Virgen, para todos era claro por qué lo hacía. Una vez, durante
las temidas pruebas de natación, competía contra el reloj, llevó sus fuerzas al
máximo y se tuvo que detener extenuada. Luego dijo a su madre: “¿Sí vio? El
instructor no se dio cuenta. ¡Es la Virgen, es la Virgen!”. Cada prueba
cumplida erauna hazaña para celebrar. Leidy las fue cumpliendo todas.
Su padre agrega:
“No la veíamos tan contenta ni cuando cumplió sus 15 años, cada vez que pasaba
uno de los exámenes en la Policía nos daba las gracias”. Tenía una fuerza
interior que dejaba sorprendidos a sus padres y por eso fue aceptada en la Escuela
Carlos E. Restrepo en Antioquia. Sandra Pérez Hernández fue su compañera de
curso, su amiga más cercana, su cómplice y su apoyo en los momentos difíciles.
Se conocieron en 2008 cuando realizaban el proceso de selección. “Tratábamos de
hacerlo todo juntas. Dormíamos en el mismo camarote, fuimos muy unidas”.
En la noche
compartían secretos y preocupaciones, hablaban de sus amores y de cómo echaban
de menos a las familias. “Era muy juiciosa y siempre se caracterizó por una
risa contagiosa, que no era normal”.

“Era la más
chistosa del salón, muy amigable, no era peleona, la evoco siempre muy alegre”.
Luego añade que fueron diez meses de preparación y entrenamiento, de estricta
disciplina y distancia con la familia. Cuando terminaron, descubrieron que lo
importante no eran las celebraciones en casa, en adelante ya no iban a
acompañar a los suyos en los momentos difíciles, su prioridad ahora era el servicio
policial.
Leidy Ospina y su
amiga Sandra Pérez se “regalaban” para realizar apoyos en los barrios o en los
centros comerciales ya que estas actividades les permitían verse con sus
familias, así fuera por breves momentos. Les gustaba compartir con ellos
situaciones sencillas, como comerse un helado o fumarse un cigarrillo. No obstante,
la violencia estaba ahí, rondando siempre. En el sector conocido como “El
Chispero”, en la comuna siete de Medellín, se vivía una guerra descarnada entre
dos bandos. Uno de los comandantes gozaba de absoluta impunidad. Además de
ordenar y de ejecutar matanzas en el sector, descuartizaba él mismo los cuerpos
sin vida y los enterraba en lotes de la zona. Todos lo conocían por su brutal
manera de imponer el terror entre los vecinos.
Un día que subió
Leidy al barrio vestida de civil se lo cruzó en el camino. “Oiga, tombita (Denominacion despectiva para referirse a los policias),
¿usted para dónde va? ¿Usted es la que está vigilando el sector?”, le preguntó
el delincuente en tono desafiante. Ella le respondió sin miedo que venía de la
escuela de formación y que apenas estaba estudiando para ser policía.
“Mucho cuidado, ojo
que la tengo aquí”, le insistió el sujeto con gestos amenazantes. Ella replicó
que solo iba a saludar a su padre.
El sujeto no se
quedó callado y aumentó el tono de sus agravios: “No me importa a
qué viene, yo no la quiero volver a ver por aquí”. Astrid, hermana de Leidy
Ospina, cuenta cómo a los pocos días su familia se vio obligada a salir
rápidamente del barrio. Para todos era claro que este individuo no tardaba mucho
en cumplir sus advertencias.
Ser policía en
Medellín en aquellos años no era asunto fácil y requería de extremo valor.
Pesaban los coletazos de la guerra desplegada por el capo del narcotráfico,
Pablo Escobar Gaviria, y sus asesinos, cuando cobraban vidas de uniformados en
la ciudad. Paradójicamente, esas mismas comunas de la capital antioqueña donde
asesinaba policías fueron también su fábrica de sicarios, muchos de ellos lo
seguían recordando como un héroe.
Eran muchachos a
los que no les importaba vivir de prisa y morir baleados antes de los 20 años.
Un mundo sin ley al que llegaron Leidy Ospina y Sandra Pérez a prestar sus
primeros servicios.
“A veces nos tocaba
disparar al aire para que supieran que teníamos cómo responder”, rememora
Sandra mientras hace el recuento de múltiples situaciones en la comuna San Blas
o en el peligroso sector de Santo Domingo Savio.
“En una noche de
Navidad nos tocó defender las calles a bala”, evoca Sandra Pérez. En esas
fiestas populares de fin de año era constante el intercambio de disparos en las
comunas porque los integrantes de las bandas armadas se ponían eufóricos por el
consumo de drogas y de licor y hacían de las suyas. “En la Nochebuena que más
recuerdo seguíamos a un comandante y nos hicieron pegar carrera hacia un sector
con varios callejones sin salida. Entonces nos dieron bala y tocó perseguir a
unos muchachos que no se cansaron de dispararnos. Fue horrible. Nos pegamos un
susto tremendo, ese día pensamos que en cualquier momento nos iban a matar por
allá”. Esa noche no durmieron, resalta Sandra, pero no fue la única jornada en
la que tuvieron que encarar violencia en las comunas sin que Leidy Ospina
mostrara resignación.
La situación que
marcó su vida fue el asesinato de un joven policía que se encontraba a su lado
durante un ataque de antisociales. El efectivo cayó en un tiroteo intentando
protegerla.
Desde ese momento
comprendió que ayudar a la gente, como ella pretendía hacerlo, requería grandes
sacrificios e incluso entregar la vida misma. La muerte de su compañero la
transformó totalmente y, de alguna forma, la preparó para asumir el mismo
destino. Su hermana Astrid reconoce que desde pequeña su hermana demostró una
enorme madurez frente a la muerte. “Parecía reencarnada en otra persona, su
lema espiritual era que la muerte era vivir de nuevo”. Hacía permanentes
comentarios sobre entregar su vida porque el amor por el servicio debía
situarse por encima de las ilusiones.
“Cuando no esté,
quiero que hagan esto, no se les olvide reclamar esto otro. Yo tengo los
documentos, cuídeme mucho a mi mamá y mi papá”, insistía Leidy Ospina a su
hermana Astrid. Ella y su familia tomaban sus comentarios como exageraciones.
Pero desde la muerte de su compañero los realizó con mayor énfasis.
“Cuando uno se va a
morir uno no debe sentir dolor sino alegría porque es el momento de pasar ante
Dios”, expresaba a menudo. En su filosofía personal, trascender significaba
sacrificio y únicamente los héroes estaban dispuestos a lograrlo, dando todo
por los demás. Se sabía incorruptible y destinada a las conflictivas zonas
donde le correspondió actuar. Cuando vio morir a su compañero de armas, asimiló
que su camino también iba a estar marcado por el heroísmo.
No obstante, a
pesar de su férrea disciplina y su tesón, pocos días antes de su graduación
como patrullera Leidy Ospina tuvo un impase que de alguna manera fue la
antesala de su tragedia.
Cuando cumplía con
el servicio de lo que denominan “cuarteleros”, estudiantes a los que se asigna
el cuidado y vigilancia de los alojamientos de la escuela, varios alumnos se
intoxicaron con el almuerzo. Sus compañeras sufrieron diarrea y vómito y
tuvieron que usar los baños a su cargo. En medio de la emergencia se descubrió
que a la tesorera, encargada de guardar el dinero para distintas actividades,
le habían sustraído casi dos millones de pesos de su casillero. “Ese día fue
terrible”, comenta Sandra Pérez. “Nos hicieron sacar las cosas, requisaron las
maletas, los lockers, nos revolcaron los objetos personales, hasta las camas y
los colchones”.
Leidy Ospina fue
señalada como responsable porque su deber era cuidar el alojamiento, así
tuviera que atender después a sus compañeras enfermas. La “doblaron de
cuartelera” hasta que apareciera el dinero. De manera adicional, durante 15
días, las demás jóvenes patrulleras tuvieron que “voltear” en las noches y se
les ordenó realizar duros ejercicios físicos. La idea era que la estudiante
responsable confesara. Durmieron poco pero ninguna habló. A Leidy la pasaron
por el polígrafo como sospechosa. Fue uno de los momentos más tristes de su
formación policial. Lloró mucho y llamó constantemente a su familia pidiendo
que todos la oyeran en altavoz: “Ustedes saben que he sido honesta, que no me interesa
coger un peso de nadie porque esa fue la educación que me dieron. Mi único
sueño es poderme graduar”.
Siempre demostró
escaso o nulo interés en la moda, los lujos o los caprichos personales. Lo
único que le importaba realmente era graduarse como policía y que su familia la
viera ejerciendo como patrullera de la institución. Por eso sus padres, Héctor
y Yacelli, así como su hermana Astrid, creyeron fielmente en su inocencia. La
conocían bien, entendieron lo que estaba sufriendo y lo que iba a suceder si no
podía graduarse con sus compañeras de curso. En consecuencia, de común acuerdo,
decidieron hablar con una coronel, comandante de la unidad, para que le
permitiera a Leidy que se graduara con sus compañeras. La oficial accedió y
nunca vieron a su hija y hermana más feliz. Cuando lo supo corrió hasta el
alojamiento donde estaba su amiga Sandra Pérez para contárselo.
Yacelli Tejada
sostiene que eran señales divinas. “Tanto empeño para que se graduara y terminó
en un lugar del que nunca volvió”, reflexiona. Leidy Ospina y Sandra Pérez se
graduaron el 15 de octubre de 2009 e inicialmente fueron encargadas en las comunas
en Medellín, mientras se les comunicaba a donde serían enviadas para cumplir
sus nuevas funciones como patrulleras.
Ambas estaban
agotadas de la violencia en su ciudad y ansiaban lugares donde pudieran acercarse
a la gente. Al comenzar el año 2010, llegó el anuncio. Su amiga Sandra fue
remitida a Tunja, y Leidy a Piendamó, en el departamento del Cauca. Su familia cree
que su asignación a esa zona de alta actividad guerrillera fue consecuencia del
inconveniente cuando prestó guardia como “cuartelera” y se perdió un dinero.
El municipio de
Piendamó, al norte del departamento, se convirtió en un lugar extraño para
Leidy Ospina. Aunque siempre mantuvo su espíritu alegre y colaborador,
súbitamente se encontró en un pueblo en el que la función de la Policía era muy
confusa.
Se había preparado
para acompañar a la población, preservar el orden, buscar acuerdos amigables o
ser un modelo de colaboración y entendimiento con los civiles, pero en esa
región del Cauca a los policías les tocaba oficiar como soldados en la guerra.
Sin mucha capacitación para el combate, pronto pasó de ser uniformada con
funciones de orden civil a convertirse en objetivo de los grupos guerrilleros.
Con una particularidad, en ese momento: en el municipio de Piendamó la
subversión se camuflaba entre la población impotente.
Ella, que siempre
quiso trabajar con la población ajena a la guerra, se encontró con un rechazo
generalizado a su uniforme.
Para muchos
pobladores era peligroso que se acercara, y más de una vez le pidieron que no
entrara a los negocios comerciales porque sus dueños no querían ser señalados
por la guerrilla como informantes. Leidy se dio maneras para cumplir con su
labor y hasta se ennovió con uno de sus compañeros, lo cual se reflejó en el
incremento de su sonrisa y de su entusiasmo. Con amor a bordo y su mística
natural por el servicio, no le importaba que la corrupción provocada por el
negocio de la coca fuera el enemigo a enfrentar en Piendamó. Anhelaba estar en
otro lugar, pero nunca desatendió su verdadera misión. Todos sentían miedo
porque la corrupción reinaba, pero confiaba en que todo iba a ser una buena experiencia.
La noche del 31 de
mayo de 2010, Leidy Ospina habló por última vez con su amiga Sandra Pérez. Las
dos estaban de servicio esa noche y se demoraron buen rato en el teléfono.
Sandra recuerda que, en esa ocasión, Leidy se despidió de una manera distinta, recordándole
la importancia de la misión policial y la promesa quehabían realizado juntas en
la escuela de formación: “Acuérdese que nosotras vamos a ser las mejores
policías del mundo, acuérdese de eso”, le repitió varias veces. Esa misma
noche, el intendente Jhonier Armando Rivadeneira, quien llevaba escasamente
cinco días en el
municipio de Piendamó, fue encargado de comandar un puesto de control ubicado
en la vía que conduce al municipio de Morales, más exactamente en el sector
conocido como La Florida, a la altura del conocido Santuario de la Niña Dorita.
Jhonier Armando
Rivadeneira partió a cumplir con su misión acompañado por un grupo de diez
policías, entre ellos la patrullera Leidy Ospina Tejada. A pesar de que él la
trató social y profesionalmente por poco tiempo, la recuerda como una mujer muy
alegre, activa, que desempeñaba bien sus funciones. “Su sola presencia
demostraba el gusto que tenía por ejercer la función”, recalca el exintendente.
En la madrugada del primero de junio, en pleno operativo, sorpresivamente
apareció una camioneta. El intendente le hizo señas al conductor para que se
detuviera y luego le solicitó la documentación de rigor. Cuando le exigió que descubriera
la carga que llevaba empezó el regateo. De 18 cajas medianas, el suboficial
ordenó que abrieran aleatoriamente tres.
Comprobó que se
trataba de medicamentos, pero el chofer no entregaba la licencia de Invima.
El intendente
Rivadeneira sabía que el lugar era peligroso para continuar con esa requisa y
le indicó al conductor de la camioneta que su cargamento quedaba incautado y
que debía acompañarlo a la estación de policía de Piendamó. El conductor reaccionó
primero de forma exasperada, luego le rogó que lo dejara continuar su camino e
hizo una llamada desde su celular.
Lo comunicó con un
hombre en Bogotá que le ofreció dinero para que dejara pasar el automotor. El
intendente Rivadeneira se negó y apresuró el procedimiento policial. Un primer
vehículo se adelantó con cinco policías y un capitán. En la segunda patrulla
quedaron Jhonier Rivadeneira, Leidy Ospina y tres policías. La camioneta que
llevaba el cargamento incautado arrancó despacio, sin permitir avanzar a la
segunda patrulla.
A los pocos metros,
mientras el intendente observaba confundido que su vehículo no avanzaba, de
repente vio a un sujeto que impactó el panorámico con una ráfaga de
ametralladora. Desde ambos lados de la carretera también fueron atacados con
tiros de fusil. El intendente Rivadeneira sintió un quemonazo en el pecho y reaccionó
dándole la orden al conductor que acelerara. La patrulla se abrió paso a toda
velocidad. Nunca quedó claro qué ocurrió o si alguno de los policías alcanzó a
repeler el ataque, Rivadeneira solo recuerda los gritos de sus compañeros que
decían: “Le dieron a Leidy”. Cuando llegaron al hospital de Piendamó, el
intendente buscó
desesperadamente una camilla para que atendieran a la patrullera herida, pero
los médicos informaron que había llegado sin vida.
El suboficial
Rivadeneira pudo salvarse. Una bala le dio en el pecho pero solo causó heridas
superficiales. Debía ser trasladado a la ciudad de Popayán pero no podían
movilizarlo porque cerca había guerrilla y podían rematarlo en cualquier parte.
Además, la gente del pueblo se aglomeró a la entrada del hospital y nadie sabía
si había milicianos camuflados. Lo tuvieron que sacar del hospital cubierto con
una sábana, como si hubiera muerto. Hoy recuerda, con voz entrecortada, lo
difícil que fue ese día. Muestra su cicatriz en el pecho y refiere que nunca ha
dejado de sentirse afectado porque era quien comandaba y no puede olvidar a
Leidy Ospina, su disposición al deber, sus ganas de hacer carrera en la institución
y de volver algún día a poner orden en las calles de su barrio Robledo Aures 2
en Medellín.
Esa misma mañana
del primero de junio de 2010 en Tunja, cuando se iba a duchar, la patrullera
Sandra Pérez advirtió que tenía muchas llamadas perdidas en su teléfono. Cuando
constató que todas provenían del mismo número, entró otra que de inmediato contestó.
En medio de malos presentimientos y visiblemente nerviosa, escuchó al otro lado
de la línea a Milena Marín, otra compañera de la Escuela de Policía, llorando
con una pregunta:
“¿Es que usted
todavía no sabe? ¡Mataron a Leidy Ospina!”.
Desde ese día, su
vida también cambió, tiempo después dejó la institución y ahora estudia
psicología en la ciudad de Manizales. Pero no deja de recordar a su amiga feliz,
a Leidy y su entusiasmo por la institución, a la compañera que en cumplimiento
de su deber cayó en la guerra absurda colombiana con demasiadas víctimas anónimas.
Ahora, quienes más
conservan intacta su memoria son sus padres y su hermana. En el salón principal
de la casa de la familia Ospina Tejada en Medellín, se advierte una fotografía
enorme que la recuerda siempre. Ahora la pareja cuida a los nietos que les dio
su hija Astrid, quien trabaja en el área administrativa de un colegio de la
Policía en Medellín. Hablan de Astrid, y cuentan a sus pequeños nietos quién
fue Leidy, de qué manera amó a su familia y a la Policía, y por qué vivió tan
poco tiempo sin haber ayudado lo suficiente, como lo imaginó. Héctor Ospina y
Yacelli Tejada saben cuánto fue su valor y cómo terminó siendo víctima de la
corrupción y de la violencia que ella siempre despreció. Hoy su orgullo es
saber que su hija Leidy Ospina Tejada representa a una generación de jóvenes
mujeres de la Policía que dieron su vida por ayudar a la gente.
El camino valiente
de Leidy

V. El ángel que murió tres veces
Por: Paola Guevara
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Patrullera Angelica Tatiana Cruz |
“Escribió muchas
cartas, en todas declaró amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía
era la misión de su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino
estudiara y no desatendiera los consejos de la abuela; que su hermano mayor
llegara temprano a casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran a
su madre, no la dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su
ausencia”.
Es una sensación
inédita. Arrastro mi maleta por el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, de Cali, y
siento que Angélica camina a mi lado. Que va conmigo a tomar un vuelo rumbo a
Bogotá, al encuentro con su familia. En tres oportunidades, mientras camino hacia
la sala de espera, siento un estremecimiento profundo, un deseo inexplicable de
llorar que me conduce a pensar, por primera vez en la vida, que ser periodista
es lo más parecido a ser un médium, a prestarle las manos, los pies, los
latidos del corazón y hasta el intelecto, en fin, todos los recursos físicos y
emocionales, a alguien que no puede contar su propia historia.
Angélica Cruz no
puede contarla porque el 18 de agosto de 2011 murió tres veces. O, al menos, de
tres maneras distintas.
Primero, por bombas
y granadas que cayeron sobre su cuerpo.
Luego, por las
ametralladoras que no cesaron hasta vaciarse. Y, como si no fuera suficiente,
por el fuego que lo consumió todo.
Angélica no puede
contar esta historia aunque amaba escribir, y debo contarla por ella para que
quienes quisieron asesinarla, desintegrarla y reducir su cuerpo a partículas no
tengan la última palabra.Aparte de su
profesión de policía, de sus 26 años o de su ciudad de origen, Villavicencio,
el nombre Angélica y su apellido Cruz son los únicos datos que tengo.
Entonces
con ellos comienzo este relato. Dicen que los nombres marcan el destino y, al
llegar a Bogotá para entrevistar a su familia, su madre confiesa que Angélica
debió haberse llamado Samantha. No obstante, por consejo de una amiga muy
religiosa, quien aseguró que Samantha tenía mal significado y encerraba
terribles presagios, aceptó la sugerencia de darle un nombre con una misión
angelical.
A Angélica Cruz le
dijeron siempre que era el ángel de la casa. Ella se sentía orgullosa de su
nombre y en todo sentido lo encarnaba. No solo vivía empeñada en ser la
guardiana de su madre, de sus cinco hermanos y de sus sobrinos, sino que todos
ellos se encargaron de hacerle saber que su aspecto también era el de un ángel.
De larga cabellera rubia, piel blanquísima y ojos verdes y cristalinos, estaba
dotada de una belleza sobrecogedora y tenía una figura tan menuda y delicada
que parecía flotar en la inmensidad de su recio uniforme policial. Tenía los
pies tan pequeños que, siendo ya adulta, usaba zapatos de talla 33.
Cuando se convirtió
en policía, sus botas de campaña eran una auténtica rareza, las únicas del
tamaño del pie de una niña.
O de un ángel.
Tiempo después esas botas pequeñas ayudaron a identificar su cadáver calcinado,
solo podían pertenecer a ella.
“Ahora mi ángel nos
cuida desde el cielo”, manifiesta su madre, como si aludiera al destino escrito
en su nombre, o en el de Samantha. Luego recuerda que su hija jamás le causó
angustias ni dolores, ni siquiera al momento de nacer.
Su llegada al mundo
en 1985 fue suave, amable, casi imperceptible. Doris Cruz acudió a un control
médico de rutina y, minutos después, nació su niña. Así, leve, sin anestesia.
Fue el parto más sencillo de sus seis hijos, para quienes siempre ofició como
padre y madre.
Angélica Cruz fue
una niña feliz, buena bailarina, mejor estudiante, la alegría de su casa.
Intrépida para saltar, trepar y correr. Una caída a los cuatro años le dejó una
pequeña cicatriz en forma de sonrisa entre las cejas. Es decir, en su rostro se
advertían dos sonrisas, la de los labios y la de su frente. Su hermana mayor, Sandra,
la recuerda como una mujer que cuidaba su figura y que se sabía hermosa, sin
ser jactanciosa. En contraste, con su apariencia etérea, Angélica tenía un
carácter firme, determinado, incluso autoritario. Sus hermanos lo comparan con
el temple de un general de tres estrellas que siempre los llamaba al orden.
Decía lo que
pensaba, no se andaba con rodeos, defendía su parecer con la fuerza de una
leona. Era obsesiva con el orden, la pulcritud, la belleza, la perfección y, en
medio de la estrechez económica que se vivía en casa, no aceptaba un mínimo
rastro de desorden por parte de sus hermanos y, mucho menos, ver a su madre barrer.
Ella le arrebataba la escoba de sus manos y la mandaba a descansar. Era su
ídolo, el amor de su vida, la heroína a la que admiraba por haberla sacado
adelante a ella y a sus hermanos, a fuerza de mucho trabajo y en medio de
grandes privaciones.
Por eso la obsesión
de Angélica, pese a ser la menor de las mujeres, fue ayudarla y no de cualquier
manera. Como siempre tuvo aspiraciones, primero trabajó como cajera en un
supermercado de Villavicencio, aunque desde el primer día quiso dejar las
bolsas plásticas y el chirrido de la caja registradora porque decía que había
nacido para ser policía. Ese fue su plan A, B y C y no era del tipo de mujer
que aceptara un “No” como respuesta. Tres veces presentó pruebas de admisión y
no fue aceptada, quizá porque su apariencia delicada hacía pensar que los
rigores de la disciplina policial iban a doblegarla. Pero no se juzga un libro
por su portada.
Después del tercer
rechazo ocurrió un giro inesperado: una de las admitidas sufrió un accidente de
motocicleta y, de la nada, se abrió un cupo. Fue la oportunidad esperada.
En ese momento
integraba el equipo de porristas del supermercado y, por su peso liviano,
siempre aparecía en lo alto de la pirámide con traje amarillo y negro. Tenía
talento natural para el baile pero, sobre todo, amaba dormir. Lo hacía hasta
tarde en las mañanas, durante la siesta después del almuerzo, con un brazo y
una pierna extendidos, y también en las noches. No había fiesta capaz de
robarle sus valiosos momentos de encuentro con la almohada.
Si hubiera tenido
que escoger entre bailar y dormir, habría elegido dormir. Entre comer y dormir,
lo mismo. “No se preocupe, mamita, imagínese que ya aprendí a dormir parada”,
escribió en una de sus primeras cartas desde la Escuela de Policía Provincia de
Sumapaz, en Fusagasugá, donde comenzó su formación para ser uniformada.
Un proceso que
describió como una recia sucesión de carreras, clases, despertares abruptos,
pruebas nocturnas y de madrugada, turnos eternos y correctivos grupales por
algún descuido de un compañero. En cartas escritas a mano en sus ratos libres,
con letra rubicunda, grande y pulcra de niña buena —siempre derechita y
respetuosa de los márgenes—, contó a su madre la dureza de esos entrenamientos
y la exigencia física de las pruebas. Jamás, ni una sola vez, una queja. “Es un
orgullo portar este uniforme, pero, mamita, recuerde que siempre la llevo en mi
mente y en mi corazón y nunca me habría despegado de sus faldas porque sigo
siendo su niña”. La que de día armaba con solvencia su fusil y de noche dormía
abrazada a sus peluches de osos, perros y leones. Escribió muchas cartas, en
todas declaró amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía era
la misión de su vida.
En todas dejó
instrucciones precisas: que su sobrino estudiara y no desatendiera los consejos
de la abuela; que su hermano mayor llegara temprano a casa y no saliera tanto
con los amigos; que todos apoyaran a su madre, no la dejaran sola con las
labores de casa y la protegieran en su ausencia. Una de sus primeras acciones en
la Policía fue adquirir un crédito bancario para ayudar a arreglar la casa. Por
esa razón, con el televisor desconectado, los muebles arrumados y cubiertos con
sábanas para que no les cayera pintura, y mucho polvo por las reparaciones en
el baño, la cocina, el patio o las rejas, su madre y su hermana no vieron el
noticiero en el que se anunció un ataque de las FARC a la Policía en Llorente,
Tumaco.
Cuando se graduó
como policía, su primera misión había sido en San Andrés Islas. Antes de
partir, su hermana Sandra le dio un consejo: “San Andrés es frontera, zona
estratégica, punto de cruce de mercancías y dinero. En algún momento pueden
hacerte una oferta ilegal, no los escuches, sé siempre honesta”. Ella le respondió
con la firmeza que la caracterizaba: “Jamás me prestaría para algo deshonesto.
No tengo precio y mi conciencia no puede ser comprada. No hay nada mejor en la
vida que dormir con ella tranquila”. Detrás de todo buen dormilón —se me
ocurre— hay una conciencia limpia. Después Angélica fue enviada en 2011 al puerto
de Tumaco. Del Atlántico al Pacífico, del paraíso turístico a la zona roja, del
claro mar aguamarina al profundo azul plomizo, de la caricia del sol a la
implacable humedad que se pega a los huesos.
Su familia temió
desde el primer día lo peor.
Ella, sin embargo, escribió cuando la notificaron
su nueva misión: “No tengan miedo, algo bueno debe tener Dios para mí”. Lo que
nunca alcanzó a contar a su familia fue que, cuando acabara su periodo en
Tumaco, pensaba volver a Villavicencio para casarse con su novio de toda la
vida, Jaime, único enamorado desde sus 13 años, también policía. Le faltaron
tres meses para concretar ese sueño de casarse. También quería tener hijos,
aunque ahora la perturbaba constatar en carne propia el peso de la pobreza.
Jamás había visto una situación de escasez semejante a la de los niños de
Tumaco.
Por eso,
acostumbraba compartir con ellos los pequeños tesoros de su ración de campaña:
la apetecida leche condensada, las galletas o los pasteles de carne y goulash.
El puerto de Tumaco
tiene un clima templado pero en las noches baja la temperatura por su
proximidad con el océano Pacífico. Sin embargo, desde hace varias décadas su
situación social es “caliente”, de tensión permanente, explica Rodolfo Cruz, hermano
de Angélica y patrullero de la Policía, quien antes de la muerte de su hermana
sirvió también en esa zona del suroccidente del país y conoció de cerca sus
conflictos políticos y económicos. Por eso Angélica Cruz supo que llegaba a una
zona estratégica para el tráfico de armas y drogas, por su condición
privilegiada como puerta de salida a las aguas del océano Pacífico, además marcada
por los flagelos de la minería ilegal y los cultivos ilícitos.
Hacia las diez de
la mañana del 18 de agosto de 2011, desde la zona rural de Tumaco fue reportada
una riña. De inmediato, para controlar el incidente, partió una camioneta de la
Policía, con siete uniformados a bordo. Entre ellos iba la patrullera Angélica
Cruz.
Cuando el vehículo
transitaba por la vereda Inda Zabaleta, situada a 45 minutos de Tumaco, fue
atacada por la guerrilla con granadas de fragmentación y cinco cilindros bomba.
Acto seguido, los subversivos de las FARC descargaron sus ametralladoras contra
el vehículo y sus ocupantes. Finalmente, le prendieron fuego hasta no dejar más
que fierros retorcidos y los cuerpos calcinados de cinco policías, un
intendente y cuatro patrulleros.
Con los ojos muy
abiertos, como si al narrarlo visualizara el horror que significó para la
familia, Sandra Cruz intenta reconstruir los últimos momentos de su hermana, a
partir de los reportes oficiales y las narraciones de los testigos. Estos
sugieren que Angélica perdió un brazo a causa de una bomba pero alcanzó a bajar
de la patrulla.
Después recibió
múltiples impactos de ametralladora a la altura de la cadera. Quizá buscó
protegerse bajo la camioneta, porque su cuerpo fue hallado allí, carbonizado,
en posición fetal, y abrazado a su fusil. Las FARC no solo querían asesinarlos,
también querían enviar un mensaje. Por eso, no bastaron las granadas, las
bombas y las balas y recurrieron al fuego.
Fotografía tomada
de
Reporte del hecho en diarios nacionales
Este acto brutal
fue interpretado por las autoridades como una retaliación, una venganza para
cobrarle al Estado la reciente captura de su jefe de milicias, alias Harold,
perteneciente a la columna móvil Daniel Arenas. Según expresó el entonces
gobernador de Nariño, Antonio Navarro Wolff, el hecho tuvo directa relación con
la presencia de “cultivos ilícitos en la zona”, y porque la presencia de la
Policía era incómoda. El secretario de gobierno de Nariño, Fabio Trujillo
Benavides, reveló que dos patrulleros se salvaron porque se escondieron entre
los matorrales en medio del ataque.
Los heridos, que
fueron trasladados al hospital San Andrés, de Tumaco, fueron Leonel Acuña y
Jáider Escorcia. Entretanto, mientras las autoridades trataban de establecer los
móviles del ataque, en casa de la familia Cruz, en medio del polvo, el
martilleo y el ruido de los taladros, con un obrero adelantando las
remodelaciones de la casa y habilitando el baño, Sandra recibió una llamada a
su celular.
—¿Vieron el
noticiero? —expresó un amigo, al otro lado de la línea.
—No, el televisor
está desconectado, metido debajo de las cobijas y las sábanas. Perdido entre
los muebles —explicó Sandra, desprevenida.
—Busquen el
televisor y préndanlo. Algo pasó en Tumaco. Un atentado de las FARC.
Sandra marcó varias
veces al celular de Angélica, pero no tuvo respuesta. Arrojó el teléfono al
piso y, sin alertar a su madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo,
trepó entre los muebles y desplazó sábanas y cobijas hasta que dio con el
televisor.
En su corazón había
demasiado terror pero también esperanza. Arrastró el televisor Samsung negro de
21 pulgadas y lo conectó a la pared. El aparato estaba muerto. En ese momento
recordó el día que Angélica se llenó el rostro de sangre al golpearse la frente
con el filo de un muro donde saltaba cuando ambas eran niñas. También evocó
cuando casi se ahoga por su empeño en ser autodidacta de natación, y los días
en que compartían habitación y ella agarraba su mano para no sentir miedo de
las sombras.
Su pecho se llenó
de oscuros presagios. Entonces se asomó a la ventana y vio que llegaban patrullas
de la Policía, aunque nadie se bajaba. Salió corriendo a la puerta para
preguntar qué ocurría, y en ese instante vio que de una de ellas salía Jaime,
el novio de Angélica, con el rostro desencajado y bañado en lágrimas.
Desgarrado por el
dolor, no logró articular una sola palabra.
Tampoco hizo falta.
Todo estaba claro. Muy claro. Sandra gritó, lloró como si le acabaran de
arrebatar media vida y se abrazó a aquel policía que consideraba un hermano,
pues todos además querían que fuera el padre de unos sobrinos que nunca
llegaron.
Doris, la madre de
Angélica, salió de la cocina al escuchar los gritos desesperados de su hija
Sandra. El resto es silencio.

Su madre tampoco
puede evitar que un escalofrío recorra su espalda. Su niña Angélica no solo ascendió
primero que Rodolfo en la Policía, sino que lo hizo antes que todos al cielo.
El dolor que no le ocasionó en el parto, ni durante toda su vida, se lo causa
ahora, multiplicado por su ausencia. Le pregunto sobre el perdón y si cree que
es posible hacerlo con las FARC. Adolorida habla de los esfuerzos de su hija,
de su trabajo duro, y luego, con pragmatismo, sostiene que el perdón es
irrelevante. Así perdone, su hija no volverá. Entonces agrega que el tema es de
aceptación de la muerte de su ángel. Ya no pelea contra los hechos, ni imagina cómo
la historia pudo ser distinta. Su corazón es tan grande que siente compasión
por los victimarios porque también tienen madre, padre y hermanos, le duelen a
alguien y tampoco merecen morir con violencia.
“Todos, policías,
militares o guerrilleros, son colombianos humildes matándose unos a otros,
robándose la juventud sin saber por qué, mientras el negocio de las drogas y
del poder van por otro lado, distinto al de las víctimas de este conflicto que
debe acabarse pronto”, afirma Doris Cruz. Hoy recuerda que, junto al cuerpo calcinado
de su hija, en un ataúd sellado que no pudo ser abierto, llegó también una caja
de cartón con su perfume favorito, Fantástica de Britney Spears, un par de
cobijas, unos jeans y camisetas y su peluche de león cuya melena no dejaba que
sus sobrinos peinaran.
En casa se
terminaron de hacer las reparaciones y Rodolfo pidió traslado a Villavicencio
para estar cerca de su madre. Ahora Doris vive con dos de sus hijos y un nieto.
Todos cumpliendo al pie de la letra las indicaciones que dejó escritas
Angélica.
Nunca está sola en
casa, y se mantiene con la cabeza ocupada, sin mucho tiempo para caer en las
trampas de la tristeza. “Angélica está conmigo, me acompaña siempre, la siento.
A veces la escucho en la cocina o en el cuarto y sé que es ella, que me deja
percibir su presencia”, asegura. Entonces recuerdo lo que sentí rumbo a Bogotá
para documentar esta historia, la intuición de caminar al lado de Angélica Cruz
y de subir con ella al avión. O el impulso incontenible que me invadió después,
en el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Cali, de comprarle mermeladas,
manjar blanco y galletas a su madre.
Así que le entrego
el paquete a doña Doris. Nos miramos a los ojos y nos tomamos de las manos.
Ambas sabemos, sin lugar a dudas, que el regalo lo envía su hija Angélica Cruz.
El ángel que murió tres veces
“Escribió muchas cartas, en todas declaró
amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía era la misión de
su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino estudiara y no
desatendiera los consejos de la abuela; que su hermano mayor llegara temprano a
casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran a su madre, no la
dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su ausencia”.
Estas cinco grandes historias del libro "El Género del Coraje" tienen su cierre con el Epílogo escrito por María Appelblom, Cofundadora de la Red Internacional de Mujeres Policías de los Países Nórdicos y Bálticos. Actualmente, Jefe de la Capacidad Permanente de Policía en las Naciones Unidas, Italia, el cual tituló:
"El rol de las mujeres policías en el camino hacia la paz sostenible"
En él, ella manifiesta lo siguente "Este libro sobre las mujeres policías víctimas del conflicto colombiano es admirable. El recuerdo y el reconocimiento de los sacrificios hechos, el contar las historias de las víctimas y preservar los archivos, son fundamentales para aprender del pasado y preparar el camino hacia el futuro. La creación de la Organización de las Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, se basó principalmente en la necesidad de aprender de la historia para no repetirla, nunca más.
Colombia sale avante de un conflicto armado interno de más de 50 años, intensificado por su interconexión con el crimen organizado. Esa misma interconexión se ve hoy en día en muchos países en etapas de conflicto y posconflicto donde las Naciones Unidas han tenido mandatos de construcción y mantenimiento de paz. Y es allí, en esa primera línea, donde se enfrentan a los retos valientes hombres y mujeres policías, nacionales e internacionales, sirviendo junto con homólogos militares y civiles, para proteger a la población de los efectos del conflicto y de la delincuencia, siendo esta una tarea de las autoridades nacionales principalmente, pero también un objetivo de los mandatos de las Naciones Unidas.
Las mujeres policías retratadas en este libro muestran claramente la capacidad y la habilidad femenina para desempeñar funciones policiales. Sin embargo, en todos los países del mundo el número de mujeres policías en servicio sigue siendo bajo con relación a hombres, lo que demuestra que hay un largo camino por recorrer para alcanzar la igualdad de género. Actualmente, en las Naciones Unidas las mujeres representan aproximadamente el 10% del total de policías que integran esta organización, cifra que el Consejo de Seguridad ha instado a duplicar para el año 2020.
Pero para que esto sea posible, existe la necesidad de que los países miembros incrementen el número de mujeres policías y sus nombramientos en las diferentes misiones de mantenimiento de paz.
No hay duda de que las mujeres policías hacen la diferencia.
Existe una percepción general de que para que las instituciones policiales sean inclusivas y democráticas deben reflejar a la sociedad a la cual le sirven. Sabemos que las mujeres representan más del 50% de la población mundial. Generalmente, en las sociedades en conflicto y en situaciones posteriores a los conflictos, delitos como la trata de personas, la violencia y la explotación sexual contra mujeres y niños se agudizan. Por tal razón, en estos escenarios las mujeres policías son muy necesarias para investigar esos casos y ganar la confianza de las víctimas.
Es importante señalar que la necesidad de mujeres policías para tareas especiales no es la única razón principal para aumentar su cantidad en las organizaciones policiales del mundo. Las investigaciones muestran que las organizaciones que tienen mayor igualdad de género son más efectivas y eficientes.
Hombres y mujeres tienen diferentes perspectivas y por lo tanto esas experiencias benefician en gran medida a la organización. También su cultura corporativa crece si hay una mayor equidad en su fuerza de trabajo. Esto no sería menos importante cuando se trata de abordar las denuncias de acoso y abuso sexual.
Las mujeres policías relatadas en este libro fueron en algunos casos asesinadas o seriamente lesionadas mientras cumplían con su deber de salvaguardar a los ciudadanos, proteger la democracia y a sus propios compañeros. Son verdaderas heroínas y modelos de conducta, y me complace que sus acciones altruistas y heroicas durante los tiempos violentos de la historia reciente de Colombia hayan sido finalmente visibilizadas.
La publicación de sus historias contribuirá a percibir a las mujeres policías como competentes y espero que esto constituya, al menos, un pequeño paso adelante para la promoción de la igualdad de género en las organizaciones policiales de todo el mundo."
Cabe
resaltar que en ceremonia especial presidida por el señor General Jorge
Hernando Nieto Rojas, actual director general de la Policía Nacional de
Colombia se hizo el lanzamiento del libro "el Género del coraje"
donde se invitó a los familiares y mujeres policías cuyas historias hacen parte de dicha obra.
Otras historias de Heroínas
Policiales
Complementario a
las narraciones descritas en el libro "El Género del Coraje",
comparto otras grandes historias halladas en la web que vinculan a la mujer Policía
como víctima y en reconocimiento a ellas
las doy a conocer a continuación.
La única mujer
Policía desaparecida
La señorita Agente
María Teresa Bustos Díaz, identificada con la Cedula de Ciudadanía 28.740.107,
natural de Fresno (Tolima) egresó como
policía el 1 de septiembre de 1986, fue enviada a prestar sus servicios en la
Policía Metropolitana de Bogotá, su
desaparición se produjo en el año de 1990 cuando salió a prestar un
servicio de vigilancia y al culminar el
mismo, no se presentó a entregar armamento; la Policía Nacional a raíz de tal
hecho realizo todas las investigaciones
necesarias para dar con su paradero resultando todas infructuosas sin que hasta
el momento haya noticia alguna de su existencia.
Dolor y lágrimas en sepelio de víctima del Ejército de Liberación Nacional-ELN
![]() |
SUBINTENDENTE FANNY ROJAS GOMEZ
(Nota. no fue posible encontrar fotografías
para ser compartidas en esta historia)
|
En medio de
ofrendas florales y de homenajes de la ciudadanía, ayer se realizó el sepelio
de la policía Fanny Rojas Gómez, de 23 años, asesinada el martes pasado por una
célula del Ejército de Liberación Nacional (Eln) en el sur de Bucaramanga.
La suboficial Fanny
Rojas estaba vinculada a la institución desde hacía un año y medio y desde
junio se desempeñaba como comandante del Centro de Atención Inmediata (CAI) del
barrio San Luis. Anteriormente estuvo al frente de la subestación de Policía
del aeropuerto Palonegro.
El martes 25 de julio de 1995, a
las 11:30 de la mañana, cuando los policías inspeccionaban la zona, fueron
atacados por tres hombres que lanzaron una granada al interior de la patrulla
en la que se desplazaban. La policía murió instantáneamente y sus compañeros,
Luis Ignacio Ávila y Dámaso Morales Palacios, resultaron gravemente heridos.
Minutos después,
las autoridades acordonaron toda la zona, ubicada en inmediaciones del viaducto
García Cadena, y tras una intensa persecución por aire y tierra interceptaron y
mataron a dos de los tres terroristas. La policía dijo que eran Luis Martín
Romero Ortiz y Expedito Alarcón Nieves.
Rojas Gómez era la
menor de siete hermanos y la única que vivía en la ciudad. su familia
llegó por primera vez en muchos años a Bucaramanga, pues, según manifestaron,
no le pueden coger el ritmo al trajín diario de la capital.
Rojas había
decidido, desde que estaba muy pequeña, que saldría de Málaga, su pueblo natal,
para ingresar a la Policía en Bucaramanga, recuerdan sus hermanos.
Sus compañeras,
todas jóvenes que no pasan de los 24 años, recuerdan que Rojas estaba contenta
por trabajar en el CAI de San Luis, una zona residencial donde nunca se había
presentado un hecho grave de violencia.
Algunos vecinos del
CAI se presentaron en el sepelio y dijeron que en el momento de la explosión no
podían creer que la joven amable que minutos antes acababan de saludar cuando
pasaba por el frente de sus casas era la víctima fatal del atentado.
El alcalde de ese entonces, Carlos
Ibáñez Muñoz, repudió el atentado y expresó su voz de solidaridad a la familia del
suboficial y a la institución armada.
Las autoridades
temen que se trate de un recrudecimiento de las acciones guerrilleras contra
esa institución, pues hace un mes, siete policías de Bucaramanga fueron
asesinados cuando iban a prestar servicio en el municipio El Playón durante las
fiestas de esa municipio santandereano.
En horas de la
tarde, los familiares y amigos de la suboficial asesinada regresaron a
su pueblo con la firme intención de no volver nunca a la ciudad. La calle 36,
una de las principales vías de esta capital, fue cerrada para dar paso al
cortejo fúnebre, que fue escoltado hasta el aeropuerto por helicópteros de la
Policía, desde donde remitieron a su tierra natal los despojos de Fanny.
En Málaga se le
rindieron honores con la presencia del alcalde de la población.
Primera mujer víctima del enfrentamiento con la subversión en Norte de Santander
Tomado de:
![]() |
SUBINTENDENTE OTILIA DÍAZ MALDONADO
(Nota. no fue posible encontrar fotografías
para ser compartidas en esta historia)
|
El 15 de
marzo de 1997, un ataque a una patrulla policial en Tibú, les costó la vida a
un agente y a la cabo Otilia Díaz Maldonado, primera mujer víctima del
enfrentamiento con la subversión en Norte de Santander, como represalias por
los duros golpes al tráfico de cocaína y marihuana que transita desde el
Catatumbo norte santandereano hacia Cúcuta y de aquí hacia Venezuela y el centro
del país.
Funcionarios en la
mira Pero la escalada subversiva no se ha limitado únicamente a los agentes del
orden.
En 1997 fueron
muertos el secretario de Gobierno de Ocaña, Libardo Alonso Sarmiento Vera, y
el personero de Salazar de las Palmas, Luis Alfonso Ramírez, quienes en
declaraciones públicas atacaron fuertemente el accionar subversivo.
Sarmiento, un
periodista locuaz y punzante, se había ganado innumerables enemigos por su
labor al frente de la filial de Caracol en Ocaña y había anunciado su retiro
como Secretario de Gobierno para lanzarse por segunda ocasión como candidato a
la Alcaldía.
El periodista fue
asesinado el 10 de marzo, cuando regresaba de una vereda donde adelantaba
labores inherentes a su cargo.
En el caso del
personero Luis Alfonso Ramírez se conoció que en días pasados había hecho
algunas declaraciones en las que apoyaba la creación de las Cooperativas de
Seguridad, Convivir.
El Director de la
Policía Nacional, general Rosso José Serrano Cadena, anunció en esta
ciudad que se demandará ante las cortes internacionales de derechos humanos el
asesinato de la cabo Otilia Díaz Maldonado, ocurrido en Tibú el pasado fin de
semana, e invitó a las mujeres de esa institución a que protesten en todas las
ciudades por este acto.
Ojalá que las
mujeres policías protesten masivamente por las calles de las principales
ciudades la muerte de la cabo Otilia Díaz, pues es una clara violación de los
derechos humanos. La guerrilla no respeta ni a los niños ni a las mujeres, son
dementes que disparan sin mirar a quién, dijo Serrano en una corta alocución
durante las exequias de la suboficial asesinada.
Otilia Díaz y el
agente Henry Rojas Díaz murieron la tarde del sábado, luego de que la patrulla
en que se movilizaban fue alcanzada por una carga de dinamita colocada sobre la
carretera por el frente Carlos Armando Cacua del Eln, según lo reportaron en su
momento las autoridades.
La muerte de la
policía que infiltró a la mafia
Al lado de una fría
alberca quedó el cadáver de María del Carmen Ortiz González. Tenía 31 años y
hasta entonces había salido ilesa de cada una de las operaciones encubiertas en
las que había trabajado para la Policía Nacional.
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PATRULLERA MARÍA DEL CARMEN ORTIZ
GONZÁLEZ
(Nota. no fue posible encontrar fotografías
para ser compartidas en esta historia)
Z
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Al lado de una fría
alberca quedó el cadáver de María del Carmen Ortiz González. Tenía 31 años y
hasta entonces había salido ilesa de cada una de las operaciones encubiertas en
las que había trabajado para la Policía Nacional.
En sus ocho años de
espía, los riesgos no le faltaron. Pero su habilidad y valentía le permitieron
lidiar con los más peligrosos jefes de bandas de contrabandistas, piratas
terrestres, vendedores de licor adulterado e incluso traficantes de drogas.
Su estrategia
consistía en hacerle creer a todos que ella no era más que otro habitante del
bajo mundo, pero una banda de traficantes de insumos químicos descubrió su
condición de policía y la mató. La Fiscalía acaba de llamar a juicio a sus
asesinos.
Al llegar al sitio
la Policía rodea el lugar, ubicado en la calle 45 con carrera 75 sur.
Nadie responde al
requerimiento de los uniformados. Entonces, uno de los policías decide ingresar
por la parte de atrás de la casa. A los pocos segundos se escucha por la radio:
Atención, atención, esto es un 901. Inmediatamente
entendieron que sus compañeros estaban muertos.
El cadáver de María
del Carmen estaba al lado de la alberca, presentaba señales de tortura. Le
habían disparado por la espalda. No tenía ni su arma ni el radio. A pocos
metros estaba el cuerpo del informante.
En la casa las
autoridades encontraron doce canecas de insumos químicos y 150 cartuchos
blindados para arma de fuego calibre 7,65.
Testigos contaron
que luego de escucharse detonaciones dentro de la casa, una mujer salió
apresurada con una maleta y en compañía de dos menores de edad. Al momento
salieron dos hombres.
No sabemos cómo la
descubrieron, pienso que la mataron por confianza. Ella era una tropera y como
nunca le había pasado nada creyó que había coronado la operación, comentó la
compañera de María del Carmen.
Un fiscal de la
Unidad de terrorismo, que condujo la investigación, dictó en los últimas días
resolución de acusación en contra de Luis Bernardo Osma y Humberto López, como
responsables del homicidio de la policía y del informante.
También los acusó
de fabricación y tráfico de sustancias para procesamiento de narcóticos y
tráfico y porte ilegal de armas.
Además, reitero a
los organismos de seguridad la vigencia de la orden de captura en su contra.
Esperamos poder
capturarlos y que paguen por el crimen de nuestra compañera. Ese es el mejor
homenaje que le podemos hacer, enfatizó la compañera de la policía que logró
infiltrarse en la mafia.
Un Angel Investigador del Gaula
![]() |
Subintendente Maritza Bonilla Ruiz |
La Subintendente
Maritza Bonilla Ruiz, era natural de Santa María (Huila), llevaba 7 años y 5 meses
en la Policía Nacional. Desde hacía 9 meses formaba parte del Grupo de Acción
Unificada por la Libertad Personal-Gaula. Era
emprendedora, responsable, muy comprometida con su familia y con la lucha
contra la extorsión y el secuestro. Casada con otro uniformado de la policía
tenía un niño de dos años y medio al momento de morir.
Había sido objeto
16 felicitaciones públicas y tenía una hoja de vida intachable (nunca fue
suspendida ni sancionada). Gracias a su investigación, el Gaula había logrado
rescatar en el sitio Mataplátanos, zona rural de Llorente (sur de Nariño), al
ciudadano ecuatoriano Javier Eduardo Barrera.
Su muerte
La tragedia comenzó
a las 12:45 de la madrugada del 24 de enero de 2004. Ese día, 300 hombres del
frente 29 y de la Compañía Mariscal Sucre de las Farc atacaron el municipio de
La Llanada, una localidad de 8.755 habitantes ubicada 140 kilómetros al norte
de Pasto, la capital de Nariño.
Desde los dos
cerros tutelares del municipio (uno donde está una imagen de la Virgen patrona
del pueblo y otro ubicado al frente y en el que está el cementerio) un grupo de
guerrilleros atacaba con disparos de metralleta M60 y granadas de mortero,
mientras el resto combatía en las calles de la población.
A las 2 de la
mañana se produjeron las primeras bajas entre la Policía. Un patrullero recibió
un disparo en la clavícula. Minutos después otros dos cayeron heridos con
disparos de fusil.
A esa misma hora,
un grupo de contraguerrillas de la Policía comenzó su desplazamiento desde
Pasto hacia La Llanada para apoyar a los uniformados. Entre los refuerzos se
encontraba la subintendente Bonilla, quien tenía varios motivos para ir a esa
población: no solo le gustaba estar en medio del combate, sino que uno de los
policías que estaba bajo el fuego de las Farc era su esposo, el también
subintendente Milton Benavides.
Tras más de cuatro
horas de viaje por una carretera totalmente destapada, Bonilla y sus compañeros
llegaron al pueblo, que ya se había convertido en un infierno pues los
subversivos atacaban con cilindros de gas y granadas de mortero.
A las 5:20 de la
mañana los refuerzos, encabezados por la subintendente logran entrar al casco
urbano de La Llanada. Abriéndose paso en medio de las balas, la mujer llegó a
la plaza principal para ayudar a rescatar a los heridos a los que ya se había
sumado su esposo, quien recibió esquirlas de granada.
Dos horas después
el combate terminó. El saldo final: 38 casas destruidas, un civil muerto y seis
policías heridos que fueron trasladados sobre el mediodía en camiones hacia el
Hospital del municipio de Samaniego, pues la nubosidad de la zona impedía el
ingreso de helicópteros.
Bonilla, el resto
de los agentes del puesto de La Llanada y las unidades de contraguerrilla
comenzaron el rastreo de la zona para ubicar explosivos que los guerrilleros
abandonaron en el pueblo y que pudieran cobrar la vida de algunos habitantes.
En medio de la
calle y a pocos metros de la estación, Bonilla observó una granada de mortero
que no había explotado. La uniformada la recogió para impedir algún accidente,
pero antes de que pudiera desactivarla esta le explotó en la mano y la mató
instantáneamente.
La muerte de la
uniformada causó conmoción en toda la policía de Nariño y entre sus compañeros
del grupo Gaula, al que se había unido solo 9 meses atrás. Era emprendedora,
responsable, muy comprometida con su familia y con la lucha contra la extorsión
y el secuestro. Era una mujer de muchos resultados , dijo el coronel Oswaldo
Báez, comandante de la Policía Nariño.
Hoy, Maritza
Bonilla descansa en Santa María del Huila, en el departamento del Huila, su
pueblo natal. Allí también está su esposo, quien espera que sanen las heridas
del cuerpo -y del alma- y trata que su pequeño Andrey Felipe comprenda que su
mamá murió como una heroína.
Ataque a la Policía en Suba
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Subintendente Doris Marmolejo Zea
(Nota. no fue posible encontrar fotografías
para ser compartidas en esta historia)
|
Dos policías
muertos, otros tres heridos al igual que cuatro civiles dejó un atentado
terrorista que desconocidos realizaron anoche en el sector de Suba, noroccidente
de Bogotá.
El 27 de agosto de
2004, según las versiones oficiales, a las 9:00 p.m. desconocidos activaron un
artefacto al paso de una patrulla del programa de Zonas Seguras (puesto de
recepción de denuncias) a la altura de la carrera 92 con calle 145, cuando esta
se dirigía a la Estación de Policía del sector.
La onda explosiva
destruyó parcialmente el automotor y dejó atrapados a los uniformados. Otros
policías acudieron al lugar y lograron destrabar las puertas y sacar a los
heridos, que fueron trasladados a centros hospitalarios del sector.
Diez minutos
después, dos cuadras adelante del lugar de la primera explosión, fue activada
otra bomba que había sido colocada frente a una casa abandonada.
Los uniformados
muertos fueron identificados como la subintendente Doris Marmolejo Zea, que
falleció en la Clínica Corpas, y el patrullero César Augusto Rojo Caneo, que
murió en el Cami de Suba.
Los heridos fueron
los patrulleros Adolfo Adarve Díaz y Luis Agudelo Herrera, y el subintendente
Jorge Jiménez López. Los nombres de los civiles no fueron revelados. Estas
personas están siendo atendidas en el Hospital Central de la Policía y en la
Clínica Corpas. Algunos están bajo pronóstico reservado.
La explosión
también afectó varias apartamentos y locales comerciales a cinco cuadras a la
redonda. Esta es una zona donde hay permanente circulación de vehículos de
transporte público y se encuentran varios almacenes de cadena y restaurantes.
Las primeras
indagaciones en el lugar de los hechos señalan que los terroristas utilizaron
explosivo R1 para realizar el atentado.
Personal
antiexplosivos de la Policía, del DAS y del Cuerpo Técnico de Investigación de
la Fiscalía realizaron registros en varias calles del sector, incluso en las
alcantarillas y canecas, ante el rumor de la existencia en otras bombas.
Al lugar del ataque
acudió el director nacional de la Policía, general Jorge Daniel Castro, y de la
Metropolitana de Bogotá, general Héctor García Guzmán, para conocer los
detalles del atentado y dirigir las operaciones para lograr la captura de los
terroristas.
Castro anunció el
ofrecimiento de una recompensa de 100 millones de pesos por información que
permita la captura de los responsables.
Enregó su vida por salvar a un secuestrado
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Patrullera Erika Olivera Vega |
En un intento por
secuestrar al hijo del exalcalde de Girón derivó en una persecución y un
tiroteo en el que la patrullera de la Policía Nacional Erika Olivera Vega, de
21 años, ofrendó su vida.
Los hechos tuvieron
lugar el 21 junio 2014 en el municipio anexo a Bucaramanga, Santander, cuando a
las 8:30 a.m. de este sábado, tres personas fuertemente armadas secuestraron un
joven de 22 años en el barrio Villa de los Caballeros.
La uniformada fue
alertada a través de una llamada al número del cuadrante. Al llegar al barrio
Meseta Alta, en la carrera 19 con calle 10B, junto con su compañero fue
interceptada por los delincuentes que empezaron a disparar.
Olivera Vega
resultó herida y fue trasladada a un centro asistencial. Sin embargo, los
galenos no pudieron salvarle la vida. El compañero de la patrullera se
encuentra bajo observación médica.
De inmediato el
coronel Nelson Ramírez Suarez, comandante de la Policía Metropolitana de
Bucaramanga, ordenó la búsqueda y localización de los agresores mediante el
plan candado, apoyándose con el helicóptero de la Institución. Minutos después
se logró ubicar a los presuntos responsables en una zona boscosa del barrio
donde ocurrieron los hechos.
A los aprehendidos
se les incautaron dos pistolas y se les inmovilizó un automotor.
La Policía comunicó
que la patrullera Erika Olivera Vega, era natural del Guamo, Tolima, era
soltera y llevaba dos años en la institución.
La Policía Nacional
lamentó esta pérdida y envió sus condolencias a los familiares de esta “heroína
policial, quien ofrendó su vida por la seguridad de la comunidad”
En procedimiento policial muere patrullera de la policía
Esa mañana, a las
diez como de costumbre, Cleida del Carmen Tapia Arrieta llamó a su madre. Le
dijo una vez más cuanto la amaba y le pidió la bendición para salir a cumplir
sus labores como patrullera de la Policía en la ciudad de Cali.
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Patrullera Cleida del Carmen Tapia Arrieta |
Luciendo con
orgullo el uniforme de la institución, el mismo con el que soñó desde que era
una niña, salió a enfrentar el sórdido mundo de la delincuencia. Su rostro era
fresco y radiante. Sus 25 años, recién cumplidos, le daban el vigor para seguir
adelante sin temores.
La orden de
traslado a Córdoba, lista en el escritorio del comandante de la Policía en
Cali, era su mayor aliciente. Eso la hacía aún más feliz. Pronto estaría en la
casa de sus padres, Orlando Tapia Martínez y Darlys del Carmen Arrieta, quienes
residen en el municipio de Chinú.
Y allí estuvo. Sin
embargo, llegó en un ataúd, envuelto en la bandera de Colombia. Su féretro en
la sala hizo revivir todos los recuerdos que estaban en la mente de sus
progenitores. En esa misma sala, en la que aprendió a dar sus primeros pasos,
ahora se despedía para siempre de este mundo terrenal, víctima de un ataque de
un par de delincuentes en Cali.
Ella era la tercera
de cinco hermanos, los mismos que lloraban con desconsuelo su partida.
Recordaron uno a uno los momentos vividos junto a Cleida, sus travesuras, su
belleza y su tesón para enfretarse al mundo. "Siempre quiso ser
policía", recuerdan con sus ojos llenos de lágrimas.
Llamada fatal
Hacía pocas horas
que ella había hecho la llamada rutinaria a su familia y nuevamente timbró el
teléfono. Esta vez era la dueña de la pensión donde Cleida vivía en Cali. Con
voz entrecortada, y sacando fuerzas que no tenía, logró decirle a Orlando Tapia
que su hija se encontraba en una clínica porque había sufrido un atentado.
"Sentí un
profundo dolor en mi corazón. Corrí de inmediato hasta la estación de Policía
de Chinú para que me dieran más información, pero en el fondo solo quería
escuchar que todo era mentira, que era un sueño", relata con voz casi
inaudible por el dolor que lacera su corazón.
"Era una buena
hija, aplicada y obediente, Nunca tuvimos ningún tipo de problemas con
ella", sigue musitando mientras mira con ternura especial el féretro, como
si ella lo estuviera escuchando.
A las seis de la
tarde una vez más timbró el teléfono de su humilde vivienda. Esta vez, desde el
otro lado de la línea, le informaron que Cleida no había resistido la operación
y que había muerto. Le dijeron que fue una mujer valiente y que ellos se encargarían
de todo.
En ese momento
tenía pocos datos de lo que pasó ese viernes fatídico. No sabía que ella salió
a atender un caso en el centro de Cali y al llegar, junto a uno de sus
compañeros, fueron recibidos a tiros por el parrillero de una motocicleta, identificado
como Hofferman Bernal Melo, de 26 años. Él se movilizaba junto a Alexander
Quintero Melo, un hombre con discapacidad, quien ahora dice que no sabe lo que
ocurrió y que el perpetrador se subió en su moto y lo obligó a que lo llevara.
En el intercambio de disparos ambos resultaron heridos.
Tampoco sabía
entonces cuánto puede dolor el corazón y mucho menos que los honores
policiales, la presencia de los directivos de la institución y la solidaridad
de la gente no eran suficientes para lograr la resignación.
Se levantó
lentamente de la silla a la que se había aferrado por horas, muy cerca del
cajón, miró una vez al teléfono, como esperando la llamada de todos los días de
su hija, y con pasos pesados caminó hacia la salida. Las trompetas sonaron, los
uniformados levantaron el féretro y paso a paso lo llevaron hasta la iglesia de
Chinú donde cientos de personas esperaban para darle el último adiós.
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Fotografías tomadas de http://elmeridiano.co/hoy-fue-sepultada-patrullera-chinuana/30992 |
"Cleida se fue
para siempre y con ella mi corazón y mi vida", musitó mientras los gritos
desgarradores de su esposa Darlys se volvieron un eco interminable.
No quiero finalizar, sin agradecer a los escritores del libro "El Género del Coraje" ellos son:
Diana Socha
Hernández
Andrea Rojas Vega
Irma Yenny Rojas
Jovel
Álvaro Velandia
Ortiz
Paola Guevara
Jorge Cardona Alzate
Editor general El Espectador.
De igual forma, a la Unidad para la Edificación de la Paz (UNIPEP) de la Policía Nacional de Colombia por permitirme compartir el contenido del libro.
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